Por Roberto García |
El tema de la peste afectó la primera línea de los dirigentes políticos: bajo sospecha internaron al ex presidente Menem, su colega Duhalde debió hacerse
un hisopado luego de un diálogo con el contagiado intendente Insaurralde, quien se encuentra bajo tratamiento severo. También cayeron varios de sus colaboradores. Hubo inquietud sobre el ministro Arroyo, a quien trajeron
de emergencia en avión sanitario y, como acompañaba al Presidente, el mismo Fernández debió cortar un viaje por el interior, volvió como si se temiera un atentado, mientras registraba virus
la ex gobernadora Vidal, su pareja, se examinaba a quienes habían estado con ella (de Rodríguez Larreta a Emilio Monzó, entre otros), a un diputado de su confianza le ordenaban cuarentena (Campbell) y
desfilaban por los testeos con varias suertes funcionarios de menor notoriedad. Traducción: la pandemia acecha a la cúpula de la política. Y la reticencia al uso del barbijo, a respetar la distancia prudencial, a evitar contactos, besos y abrazos, se disolvió de repente. El sermón sanitario a la población también
vale para la Casa Rosada y alrededores. El clima oficial y entendimiento entre Capital y Provincia se modificó por razones políticas (lo admitió en público el mismo médico que trató de irresponsables a los runners), advierten otra vez sobre futuros picos sombríos de larga duración –casi siempre las mismas figuras,
desdiciéndose, sin distinción partidaria, de Ginés a Quirós–, convirtiendo al virus en una zanahoria indeseada. Hasta olvidan reparar en el aumento de las altas (el jueves superaron en más
de 300 a las bajas), la eficacia del sistema de medicina a pesar de sus precariedades, y que en Nueva York con menos población hay seis veces más muertos por día (llegaron a ser cien veces más).
Pero, claro, prevenir es mejor que curar, el gentío del conurbano bonaerense atemoriza ante cualquier infección y, al menos Fernández entendió que no hay lugar protegido, como se había ufanado en una conferencia de prensa.
Entró inclusive en una nebulosa el caso Vicentin, la inmediata pretensión confiscatoria atribuida a Cristina –como si Alberto no fuera el Presidente–, y
nadie se atreve a pronosticar un epílogo, más bien hoy están atentos a la batucada popular que se anuncia en la Provincia. Obvia mala praxis de la administración: el presunto fenómeno estatista, épico, de quedarse con la empresa para el gobierno, nacional y popular, se transformó en un atentado político. No solo a la propiedad privada. Se vestía de sueño adolescente una medida que no disimula mayor poder y plata.
Y ahora protestan aun los que creen que el consorcio familiar se aprovechó del Estado, que incurrió en faltas de diversos tipos, que la Administración Macri los privilegió en forma más que sospechosa. Si, graciosamente, alguien señaló que hasta Patricia Bullrich por primera vez habla del campo. Cada uno encontró una oportunidad frente a un gobierno que justificaba burdamente la expropiacion
en la “utilidad pública” o en la “soberanía alimentaria” o, peor, en la “extranjerizacion” eventual de la compañía, mismo argumento que Clarín convirtió
en ley para impedir que un socio foráneo tuviese más acciones en su grupo “cultural”. Nadie imaginó que Cristina actuara igual que Magnetto.
Tampoco funcionó la trastienda de escudarse contra presuntos operadores, sobre todo cuando uno de ellos había sido de la máxima confianza
y ayuda al matrimonio Kirchner. Menos alcanzaron las explicaciones públicas: apareció un mandatario enfadado por tv con un par de preguntas, el jefe de Gabinete no estuvo feliz anteayer en el Congreso y algún
espontáneo al que suelen presentar como confidente de Alberto, Santoro, se hundió en su propio jardín de confusión cuando levemente lo interrogó Fabián Doman. Por citar algunos ejemplos
patéticos. Mientras, se desbarrancaron por los escalones el gobernador Perotti, el ministro Basterra, el Presidente salió a decir que era él quien gobernaba y no Cristina (y ya son repetidas estas aclaraciones para delicia de algún psicólogo), tampoco quedó airosa la firmante del proyecto Fernández Sagasti. Una sucesión de desatinos
políticos todavía sin salida, con auxilio de nuevos participantes para un desvío transable que el léxico político definirá como solución superadora.
Desde el retiro sanitario, Alberto ordenó salir del punto muerto al que el jueves llegó la atrasada negociación con los acreedores externos, cuando la belicosidad
de las partes hizo estallar el diálogo y el Gobierno difundió su posición en la que el ministro Guzmán se considera una víctima de sus oponentes cuando antes presumía de no atenderles el teléfono. Hubo comunicados de algún fondo, quizás con estos no se cierre el círculo, pero se alcanzaría un acuerdo con las otras partes. Por lo menos, ayer los tres principales grupos le presentaban
al ministro una última propuesta como si fueran ellos los que se bajan del caballo.
Si esto ocurre, Fernández se saca de encima este conflicto que, al no considerarlo prioritario por la epidemia, le hizo perder reservas. Por lo menos. Y una cierta credibilidad
personal. También Cristina se mira en el espejo, quizás menos obstinada de lo que dicen. Es que todos, incluyendo al PRO, juran aspirar a que haya inversiones y la gente
ahorre en construcción y no en dólares. Pero el arco político completo insistió con una ley de alquileres que, además de no conformar al inquilino por
los índices a aplicar, inmoviliza por tres años la venta de la propiedad. Hoy podría ser un negocio, para los que pueden, incluirse en una nómina de ahorristas que compren departamentos en el pozo.
O terminados a bajo precio. Pero difícilmente esa operación sea tentadora si luego se les impide temporalmente la venta del inmueble. De ahí que opciones con falta de libertad pueden ser menos interesantes
aunque se gane menos.
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