Por Javier Marías |
Pensar que algunas feministas actuales —jóvenes,
o mayores oportunistas “sobrevenidas”— son cortas de luces, tienen mentalidad policial, están contra la presunción de inocencia y abogan por las condenas sin pruebas, no convierte al que lo
piensa en un individuo de derechas, sino en alguien que todavía discierne, distingue lo justo de lo injusto y no se sube al carro que más conviene en cada momento. Ser un entusiasta de la bici no convierte a
nadie en izquierdista, como sostienen la simplona alcaldesa de Barcelona y otros. De hecho, puede que eso delate más bien a un “neoseñorito” (el señoritismo es una actitud que se adopta, no
depende sólo del nacimiento). Hay ahora, en efecto, mucho señorito elitista al que le encanta pasear por la ciudad en su bici oyendo el canto de los pájaros y que pretende, por eso, que los automóviles
casi desaparezcan del asfalto. Toma como pretexto la contaminación, la sostenibilidad y lo que quieran, pero de lo que nunca se acuerda es del descomunal esfuerzo que millones de trabajadores hubieron de hacer, ahorrando
durante años euro a euro, para comprarse por fin un coche, y que de repente se encuentran con que casi sólo les sirve para circunvalar y viajar por carretera, y gracias, o bien han de gastar en uno nuevo. En
la ciudad no podrán ni estacionarlo a menos que paguen un parking. Tampoco respeta a cuantos se ganan el jornal con sus vehículos, desde repartidores y comerciales hasta fontaneros que van de casa en casa y taxistas.
Él quiere unas calles en las que nada le perturbe el bucólico sonido de las aves.
Lo grotesco es que el espíritu absolutista ha dictaminado que ir en bici es muy de izquierdas y desplazarse con motor de derechas. No sé qué seré yo, que
jamás he conducido ni he tenido automóvil y voy a pie o recurro a taxis, pero desde luego no pedaleo fastidiando a conductores y peatones. Tampoco es roja ni de ultraizquierda la persona que no guarda en su domicilio
una bandera española y que, de tenerla, no la colgaría de su balcón bajo ningún concepto, como no la exhibiría en la correa del reloj ni en la mascarilla ni en ningún aditamento bobo.
No lo es quien no siente mucho apego por su país —tradicionalmente intolerante, envidioso, inquisitorial y bronco—, y en consecuencia no defiende con vehemencia su “sagrada unidad” ni demás
zarandajas. El patriotismo no es obligatorio ni es de derechas ni izquierdas, porque tanto la derecha como la izquierda lo invocan cuando eso las beneficia. Tampoco ser antitaurino a ultranza supone un blasón “revolucionario”:
hay y ha habido aficionados a los toros de todos los colores políticos. Tener perros y sacarlos de paseo no es de izquierdas ni de “buenas personas” (recuérdese sin más la adoración
que les profesaba Hitler), como no lo es ser animalista: cualquiera con dos dedos de frente detesta el maltrato gratuito a unos seres que dependen de nosotros en última instancia, da igual su posición ideológica.
Ese cualquiera, sin embargo, sabe que la humanidad se ha alimentado de carne (y más le vale, si quiere sobrevivir como especie) y que es preferible probar medicamentos y vacunas en ratones antes que arriesgarse a matar
a un semejante con dosis o componentes equivocados. Quien procura coger pocos aviones, o los rehúye, tampoco es por ello de izquierdas; afirmar eso sería tan caricaturesco como mantener que cuantos no van de
cacería con sombreritos ridículos son unos rojos despreciables y enemigos de la España eterna.
Uno se pregunta qué diablos tendrá que ver tanta ñoñería con la política y la ideología, y se acuerda con pesadumbre de la última
etapa del franquismo, cuando —al no haber política y estar prohibidos los partidos— todo se politizó en la vida cotidiana, y había que andar con cuidado al confesar las predilecciones, en ciertos
ámbitos. Si a uno le gustaba el whisky o la coca-cola, quizá debía ocultarlo para no ser tachado de imperialista. Si le daba al vino tinto, podía ser tomado por proletario comunista. Ver fútbol
era un pecado mayúsculo (el nuevo opio del pueblo, peor que la religión), y ser del Madrid equivalía a una admisión de franquismo (que se lo digan a Benjamín Prado, al difunto Rubalcaba o
a Valdano). Admirar el cine americano era sumamente sospechoso, como en el otro bando lo era admirar el neorrealismo italiano, qué más daba que los dos estuvieran poblados de obras maestras. Fue una época
no sólo dominada por el espíritu totalitario: también de las más imbéciles que he vivido. Cuarenta y cinco años después, algo muy semejante regresa con renovado ímpetu,
y más neciamente si cabe. A los que tenemos memoria, no saben la depresión y el agotamiento que eso nos causa.
© El País Semanal
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