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martes, 23 de junio de 2020

Encima se enojan


Por Nicolás Lucca

Cuando dos personas se conocen y comparten un camino juntos se genera una transferencia que resulta imposible de evitar. Uno está en pareja por años y, aunque se acabe dicha relación, es normal que se encuentre mencionando palabras o desarrolle costumbres que le eran ajenas, que pertenecían originariamente a la otra persona.

En el caso de Cristina Fernández y Alberto Ídem pueden marcarse numerosos ejemplos con mayor o menor peso, pero que se complementan. Cristina tardó cinco meses en ponerse al campo de culo y demoró nueve en encajar la primera expropiación. Alberto metió combo y armó un promedio: en siete meses chocó la calesita agropecuaria y puso en duda la propiedad privada.

Las motivaciones jurídicas fueron tan, pero tan bien explicadas por el profesor de derecho que primero dijo que era una locura quedarse con empresas privadas, luego dijo que no le quedaba otra y, finalmente, terminó por apretar a un juez civil de una ciudad del interior de una provincia: si no acepta la propuesta del gobernador santafesino respecto de la empresa Vicentín, la expropiará. Lo que se dice un auténtico republicano.

Entre tanto, dejamos atrás las apariciones públicas rodeado de científicos sonrientes. Tipos que ayudaron a que la población comprenda los riesgos de un virus desconocido, de baja letalidad, pero que puede hacer estragos por su velocidad de contagio.

Hoy, instalado el tema, ya no son necesarios los científicos para que comprendamos que mejor es estar vivo. Con Kicillof y el Presidente puteando a los que salen a hacer ejercicio alcanza y sobra.

Este sábado, de aburrido que estaba, no más, me puse a jugar un rato en silencio: mandé un tuit sobre el apriete del Presidente al juez de Reconquista y esperé a ver qué pasaba. Ya no me quedaba mugre debajo de las uñas cuando cayó el primer pacú: “Cómo puede ser que un juez esté por encima del Presidente”, dijo un joven de unos veintipicolargo. Dirán “uno en 45 millones”, pero me regaló las palabras mágicas. Comencé a colocar esos vocablos claves y similares en el buscador de Twitter y no me sorprendió lo que encontré: cientos de brutos que afirmaban cosas similares.

Mientras esto ocurría, el joven susodicho se sintió tocado y tiró aún más del anzuelo: “Te mando besitos en la cola ardorosa”. Como es probable que no se haya dado cuenta que su comentario sonaba contradictoriamente homofóbico, se lo remarqué y contestó que se le “llenó de mogólicos el timeline”.

“Uno en 45 millones”, dirán. Pero no: el buscador seguía abierto en una pestaña aparte y se iban amontonando los insultos hacia todo aquel que no comprenda el relativismo mágico en el que están sumergidos.

Cientos de comentarios puteando al juez, cientos de comentarios puteando al campo, cientos de comentarios puteando a la clase media. Es curiosa la disforia de clase del progresista promedio, dado que insulta a su propio estrato social y, en un rulo inexplicable, encima trata a sus pares de “desclasados”.

Pero no quiero detenerme sólo allí dado que el disfraz viene completo: la sororidad de las mujeres se va al tacho al insultar a otras mujeres víctimas de la prepotencia de un macho alfa, mientras que los aliados feministas se volvieron daltónicos y ya no reconocen el color verde del pañuelo. Así es que terminan por atacar a otras mujeres con agravios tan machistas que uno diría que de tanta deconstrucción ya pegaron la vuelta.

A ello le podemos sumar con total tranquilidad la homofobia reinante no sólo en los ataques a “los viejos putos” de Juan José Sebreli y Osvaldo Bazán, sino que además utilizan la homosexualidad como insulto en sí mismo, igual que al sindrome de Down.

¿Quiere ampliar su combo? Mogólico, negro con plata, puta, petera, culorroto, tragaleche, la tenés adentro, y demás cosas que hacen que uno dé por sentado que no creen en ninguna de las cosas de las que dicen ser los paladines de su defensa. Son disfraces de gente progresista que esconden un conservador tan rancio adentro que, si le garantizaran la impunidad, haría todo lo que tiene que hacer para instaurar una monarquía absolutista.

¿Cómo se explica que una señora tuitee “A los de Rosario, Avellaneda Santa Fe, y a los del Obelisco los quiero ver desfilar en camiones frigoríficos y encajonados vía al horno? ¿Cómo se explica que no sea la única que diga cosas así?

Fácil: no somos una sociedad, sino que tan sólo cohabitamos un país en el que sentimos que el de al lado sobra. Yo no creo que el de al lado sobre, pero en mi caso hay determinadas personas con las que no me interesa cerrar ninguna grieta. ¿Cómo puedo llegar a encontrar un punto medio con alguien que pretende la eliminación de las garantías constitucionales que luego reclama cuando su político preferido no es gobierno? Con gente así no tengo ninguna grieta a cerrar, sino un Cañón del Colorado que se acrecienta cada día más y más.

El problema de la prepotencia de Alberto Ídem es que su enojo esconde un nivel de cinismo extraordinario. El caso de Silvia Mercado es el primer punto: se conocen personalmente hace, por lo menos, un par de décadas. La forreó delante de las cámaras de televisión de todo el país. A Cristina Pérez la conoce personalmente, la ha tratado en numerosas ocasiones y la maltrató en público en pleno prime time del noticiero más visto del país. Y saraseando.

Pero más allá de los cruces con personas que están curtidas, hay algo que hace el Presidente que no admite una tercera opción: o se aprovecha de la ignorancia de los chupamedias de siempre para prepotear sabiendo lo que generará en la víctima de sus dardos al tener a millones de brutos insultándola, o es realmente un ignorante. Y dudo mucho que una persona que haya llegado a donde llegó sea un ignorante. No hay tercera opción: bruto o mala leche.

El ejercicio que relaté en párrafos anteriores demuestra que personas con títulos secundarios aún no se enteraron de conceptos como división de poderes con igualdad de importancia en cada uno de ellos, como tampoco se enteraron de las obligaciones, derechos y garantías de cada una de las personas físicas y jurídicas del país. No es muy complicado de retener, se explica fácil y hasta se enseñaba en la escuela, pero ahora parece que ni con un título de la universidad alcanza para ejercer como buen ciudadano.

En un país sin educación estamos condenados a vivir de prepotencia en prepotencia, con el peligro que conlleva la imagen completa: si está lleno de imbéciles que creen que el Presidente es infalible y se debe hacer todo lo que el Presidente dice sólo porque es el Presidente, cualquier cremado emocional puede sentirse habilitado para llevar adelante lo que cree que el Presidente haría en su lugar.

Si Alberto dice en público que va a buscar a cada uno que viole la cuarentena no nos podemos sorprender de la suelta de buchones con alma de policías que han surgido en los últimos meses. Si Alberto forrea a una, a dos, a tres mujeres en vivo y en directo, no podemos poner cara de surprise cuando leemos cataratas de insultos misóginos hacia esas colegas. Y si Alberto explica que la Constitución lo habilita a expropiar y se hace el otario con el resto del contexto necesario, imaginemos lo que puede llegar a entender el promedio ciudadano que no reconoce la diferencia entre las funciones de un Presidente y un Juez.

Dije que sólo existían dos opciones, pero vamos a ser buenos y habilitar un gris. Y es que puede darse la situación que casi siempre sucede con los machitos de la calle, esos que canalizan afuera lo que querrían hacer puertas adentro. Uno no quiere andar haciendo suposiciones, pero si repasamos el discurso cierragrieta de hace tan sólo seis meses y el intento de armar un gobierno parado sobre figuras como Gustavo Béliz, Guillermo Nielsen y Diego Gorgal para terminar lidiando con el club de fans de Cristina, da la sensación de que se la agarró con Pérez por no poder hacerlo con su tocaya.

Por lo pronto, los que parecieran no registrar que vivimos en un año insólito para la Argentina son los propios gobernantes, y no me refiero sólo a las fotos del Presidente abrazándose con el Príncipe de Formosa, sino a ese superpoder que tienen para no conectar con la gente de abajo. Personas que en su vida tuvieron la necesidad de ganarse el mango, o que desconocen el sector privado, o que han vivido del Estado por más de tres generaciones, vienen y nos hacen el juego de la empatía para que nos sintamos unos malos tipos por creer que nos está tapando el agua.

Nos cambian las reglas del juego a cada rato, nos corren el arco cada quince días, nos dan permisos, nos sacan los permisos, nos piden que nos cuidemos, nos bajan de los colectivos y nos llevan a la comisaría, nos dicen que salud y economía no van de la mano, nos aprietan por decir “infectadura”, nos aprietan por decir “infectocracia”, nos ponen en el patíbulo de los agravios por dar nuestra opinión, nos tratan de malos argentinos, de malos ciudadanos, de egoístas y de poco solidarios cuando a ninguno de los cráneos que gobierna se le cruzó por la cabeza aflojar con los impuestos sobre los que no pueden laburar, nos dicen que cinco desconocidos almorzando con la nieta de Mirtha son una tarea esencial pero tardaron dos meses en armar una sesión legislativa, nos dicen que somos unos hijos de puta si queremos ir a visitar a un pariente, nos asustan con la muerte y, por si fuera poco, se victimizan.

¿Encima tenemos que pedir disculpas? Disculpame, man, no quería cagarte el fin de semana.

Y el tipo termina haciéndose el sensible posteando un video de Alfonsín. De Raúl, el que se cagaba en los populistas, no de Ricardito, el que trata de idiotas a los que se cagan en los populistas a los que les lustra los zapatitos. Ahí está, pueden ir a verlo, sensibilizado como quien dice que no le dolió el golpe. Y eso que lo único que tiene en común Alberto Fernández con Raúl Alfonsín –además del mostacho y la inflación– es que el peronismo se lo quiere comer entre dos panes.

© Relato del Presente

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