Por Pablo Mendelevich |
Una de las más comunes se refería al mejor sistema para
curar los problemas de siempre -recesión, inflación, deuda, falta de dólares-, a los que se fustigaba cada tanto con estruendosas epopeyas. Un vicio circular habilitado por la inutilidad de la experiencia.
En ese país la experiencia se evaporaba más ligero que el alcohol.
No vaya a creerse que unos defendían lo estatal, otros lo privado. ¡No! Hasta podía ser uno solo quien sostuviera con parejo ardor ideas antagónicas en turnos
consecutivos. Bastaba con el mayor protagonista, el grupo hegemónico, concebido a sí mismo como "movimiento" -vaya si se movía- para apilar creencias. Como la memoria histórica era inoperante tampoco se advertía que los remedios que no habían funcionado una vez no funcionarían a la siguiente. Einstein era el que estaba loco, debía pensarse, cuando dijo aquello de que locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener resultados diferentes. Con todo, había dudas sobre la
persistencia de las costumbres. Pero un día, un día cualquiera, llegó Vicentin...
Vicentin sonaría bien para un cuento si no fuera porque se convirtió en el nombre de una incógnita sobre el destino nacional. ¿Abrirá la súbita expropiación de este grupo empresarial el camino de la Argentina hacia un cambio de sistema político? ¿Cuál es el derrotero de este quinto peronismo
que luce con jactancia el sometimiento a los influjos de su facción más resuelta? El Gobierno entiende que la expropiación del cuarto "jugador" del mercado agroexportador (palabra extrapolada
de las finanzas internacionales que aquí puede sonar algo sarcástica) reproducirá el apetecible modelo "mixto", estatal y privado, de YPF y le permitirá marcar la cancha del negocio que
más dólares mueve.
Siempre el peronismo tuvo nostalgias del IAPI (Instituto Argentino de Promoción del Intercambio), organismo fuertemente intervencionista en el mercado de granos, creado por Perón
durante la dictadura del 43. Cumbre del dirigismo, el IAPI formateó al campo hasta 1955. Lo continuó otro gobierno de facto, el de José María Guido, como la Junta Nacional de Granos, a la que fulminaría
-todo queda en familia- un nuevo gobierno peronista, el de Menem. Cuyo recordado secretario de Agricultura y Ganadería, Felipe Solá, hoy canciller, propuso durante la campaña de los Fernández reponer
la JNC para "aumentar la intervención del Estado en la comercialización de los productos agropecuarios". Buena parte de los dirigentes del campo, que ya en 2019 habían levantado fiebre con el
suero intervencionista de Solá, ahora están convencidos de que Vicentin no es salvataje altruista, sino un atajo para imponer controles paraestatales. No los asusta tanto el Estado inductor como el ejecutante,
La Cámpora, detrás de la cual sospechan -son muy agudos- que hay rencores agazapados desde la guerra con el campo de 2008. Roberto Lavagna inventó para el kirchnerismo la expresión "capitalismo
de amigos". Podría agregar el "capitalismo de enemigos".
Tan fuerte es el modelo de YPF que el kirchnerismo ya lleva honradas tres versiones: la que se inauguró con la privatización de Menem (que en 1993 puso en manos de Néstor
Kirchner 535 millones de dólares luego fugados), la "argentinización", Repsol con Eskenazi (a quien Kirchner le hizo comprar el 25% de la empresa sin poner un centavo) y la "expropiación
patriótica" (que no le costó al Estado mucho más del doble de lo que vale la empresa).
Vicentin, tranquiliza el Presidente, no abrirá un continuado de expropiaciones. Alberto Fernández echa mano a una garantía, eso sí, algo elástica:
dice que él rescata grandes empresas en quiebra que están en mercados estratégicos, mientras que Hugo Chávez expropiaba empresas prósperas. Le hubiera convenido más decir que el peronismo
no ha sido históricamente expropiador compulsivo, pero eso le habría exigido explicar las cautivantes ambigüedades de Perón, aquel talento para separar retórica de acciones efectivas: la diferencia
entre hacer quemar el Jockey Club, como pasó, y quedarse con los bienes de los magnates, algo que nunca hizo. Por supuesto, algunas expropiaciones hubo, la más escandalosa de las cuales fue, en 1951, la del diario
La Prensa, que Perón le transfirió a la CGT. La verba inflamada, que tocaba la cuerda nacionalista del argentino medio, ya había identificado al capital enemigo con lo monopólico extranjero de los
ferrocarriles, cuya enmarañada nacionalización produjo más emoción y leyenda que legado. Tampoco se trató de una política integral. Perón, ante todo un pragmático, no
nacionalizó, por ejemplo, el servicio eléctrico; eso lo hicieron Illia y -la Argentina tiene extrañas diagonales- Martínez de Hoz.
A diferencia de su discípulo bolivariano, también un militar cuyo liderazgo político brotó de un golpe de Estado, Perón no dejó constancia de
que pretendiera erigir una patria socialista como la que en los 70 le adjudicó un trágico malentendido juvenil. Tampoco hizo con Fidel Castro demasiadas migas. Solo a Andrew Lloyd Weber y Tim Rice se les pudo
ocurrir enlazar a Evita y el Che Guevara como si hubieran sido contemporáneos, licencia artística de un musical en el que tal vez reverberaron las infidelidades reales de la historia. Justicialista visceral una,
marxista el otro, lo que menos encastraba eran sus ideologías, solo más tarde plastificadas a medida por la izquierda peronista, que construyó una Evita revolucionaria emancipada de su esposo, de incomprobable
devoción socialista. Cristina Kirchner, que mandó a fundir en hierro la Evita revolucionaria, encarna esa reelaboración del pasado en la que se combinan loas al socialismo con orgullo capitalista. Lo único
más desconcertante es la ideología de Alberto Fernández.
Catorce meses antes del célebre 17 de octubre que luego se tomó como día del nacimiento del peronismo, el coronel Perón, por entonces cerebro de la dictadura
del general Edelmiro Farrell, fue a la Bolsa de Comercio en su carácter de secretario de Trabajo y Previsión y pronunció un conocido discurso fundacional. Descarnado como pocas veces, no solo contó
cómo acababa de desarmar él mismo una huelga utilizando el servicio de inteligencia del Ejército (también era el ministro de Guerra), sino que en tono cómplice con "los capitalistas"
les expuso la conveniencia de entregar un poco (habló del treinta por ciento) para no perderlo todo y se postuló como el organizador y contenedor de la clase trabajadora para frenar al comunismo. Ni entonces
ni después Perón enarbolaría de manera consistente -aunque dijera mentiras encantadoras como la de que participó del Mayo Francés- ideas destinadas a cambiar el sistema político, lo
que para nada interfirió en el entusiasmo de sus seguidores durante siete décadas cuando llegaban a la parte de la marcha que llama a combatir el capital.
Como si la adhesión al capitalismo requiriera un service periódico, Alberto Fernández justo decidió hacer el último horas antes del anuncio expropiador.
Renovó su fe ante grandes empresarios, a quienes les hizo el guiño tradicional, un recuerdo de que con el kirchnerismo habían ganado mucha plata. Después de la soberanía ferroviaria, la del
correo, la del agua, la petrolera, hasta la de hacer billetes, ahora llegó, por fin, la soberanía alimentaria.
© La Nación
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