Por Héctor M. Guyot
Las horas frente a la pantalla son todas iguales. Después de una jornada de trabajo remoto parece que el día se fue en un suspiro. La cuarentena y la existencia virtual a la que estamos limitados en razón del virus trastocan la percepción del tiempo. La sucesión de días
pierde relieve y da lo mismo martes que sábado.
Cuando por la noche dejo mi escritorio y paso de la falta de textura de la virtualidad a la realidad de la mesa familiar, con sus voces y sus roces, hay un momento en
que no estoy ni en un lugar ni en el otro. La vida remota me vuelve un ser remoto, al menos hasta que hago pie de nuevo en las cosas. Esta sensación de extrañeza se combina con la incertidumbre de la pandemia, que desbarató presupuestos asentados en el pasado y redujo el
futuro a un signo de interrogación. El peligro, en este limbo, es dejar de vivir para simplemente sobrevivir. Entregarnos. Aceptar lo inaceptable. Por inédita que sea la pandemia, por pasajera que la juzguemos,
hemos aprendido a convivir con ella y eso puede hacernos bajar la guardia. ¿Por qué? Porque uno se acostumbra a no acostumbrarse.
Me topé con esta frase esta semana, durante el recreo que me doy después de almorzar. La escribió Thomas Mann hace casi cien años y la puso en boca de
Hans Castorp, protagonista de La montaña mágica, que explica así el modo en que se va quedando indefinidamente en un sanatorio para tuberculosos ubicado en los Alpes suizos al que había llegado
de visita, y donde el tiempo transcurre de modo muy distinto al de la vida ordinaria. Aquello que parecía inadmisible termina naturalizándose por simple adaptación al medio, aun cuando siga pareciendo
descabellado. Tiene razón Mann: nos acostumbramos a no acostumbrarnos. Y no hablo solo de la pandemia.
¿O acaso no naturalizamos la pobreza? Lleva décadas siendo parte del paisaje, por más que haya políticos que declaman contra ella y gente solidaria que
se embarra los pies para mitigarla. Con el virus, la pobreza del conurbano quedó expuesta como prueba del fracaso del peronismo, que gobernó la provincia durante casi treinta años desde la vuelta de la democracia y medró con las carencias de la gente en gestiones clientelistas que arreglaban con la boca lo que perpetuaban
en los hechos. Ahora que ese abandono extendido en cientos de villas ganó visibilidad y le puede explotar en las manos, el kirchnerismo descarga la culpa en los cuatro años de la gestión opositora anterior. Otra vez, el recurso ya naturalizado de construir el enemigo mediante un relato que no hace más que mantener de rehenes a aquellos que se dice defender.
Nos hemos acostumbrado a no acostumbrarnos a la voracidad de Cristina Kirchner, también, y eso podría costar caro. Sobre todo en momentos en que el miedo, la desprotección social y la emergencia pueden ser aprovechados por un gobierno dispuesto a avanzar con una agenda velada que persigue tanto la concentración de poder como la garantía de impunidad.
Cuando el acostumbramiento empieza a adormecer los reflejos, cuando la realidad es tan aplastante que la resignación espera a la vuelta de la esquina, la voz de la oposición se vuelve más necesaria que nunca. Más de un 40% de la población espera encontrar en ella el eco de sus temores y anhelos,
así como una valla que le impida al oficialismo avanzar cada vez que se sienta tentado a ir contra las instituciones para alcanzar aquellos fines inconfesables pero evidentes que se ha propuesto.
Hasta ahora, las voces críticas de dirigentes como Mario Negri, Patricia Bullrich, Waldo Wolff o Fernando Iglesias se han alzado para denunciar maniobras non sanctas del oficialismo. Pero esas voces necesitan apoyarse en un coro amplio que integre las fuerzas que conforman Juntos por el Cambio en un mensaje común capaz de ejercer el suficiente peso institucional.
El silencio al que se llamaron muchos dirigentes de la oposición actual tras la derrota electoral parece estar prolongándose demasiado. El vacío que esto provoca es ocupado por el oficialismo en sus dos expresiones, el paternalismo de buenos modales y la bulimia de poder. Y el relato, su arma más
importante, se expande sin obstáculos. Más que el regreso a escena de sus voces, sin embargo, lo que supondría un síntoma de salud democrática es ver que los partidos que integran la coalición
vuelven a encontrarse, como en los orígenes, para defender el sistema republicano y la división de poderes, hoy en jaque por la oportunidad que representa la emergencia para los que quieren exactamente lo contrario.
Pero también, sobre todo, para proponer una alternativa. Un camino mejor.
¿Habrá enseñado algo la derrota? La cerrazón y la autosuficiencia, o los gestos de mezquindad política, podrían hacer desafinar al coro otra
vez. Y sabemos que eso corta su comunicación con un público que no quiere acostumbrarse a no acostumbrarse: ante la mentira, ante el simulacro, hay que oponerse como en el primer día.
© La Nación
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