Fabián Lorenzini, el juez del caso Vicentin |
En medio de una trama perversa de abuso y pedofilia es difícil encontrar algo que nos reconforte. Salvando distancias abismales, tampoco es fácil rescatar algo bueno en
un asunto que mezcla mala praxis política, atropello institucional y desmanejo empresarial.
Sin embargo, los casos del pederasta Jeffrey Epstein (retratado en una vibrante serie de Netflix ) y de la cerealera Vicentin
ofrecen algo para valorar: la garantía, al fin y al cabo, del "sistema"; de un sistema que no funciona en abstracto, sino a través de hombres y mujeres de carne y hueso que, con honradez y con coraje,
cumplen simplemente su deber. En medio de una historia siniestra y oscura, y de una crisis que aviva tensiones y desencuentros, podemos reconocer, al menos, algo que nos esperanza.
Un juez de provincia, de una pequeña localidad santafesina, ha frenado una fuerte embestida del poder central contra la propiedad privada, por un lado, y contra la independencia
judicial y la autonomía provincial, por otro. Es un hombre joven, que recién comienza su carrera judicial. Magistrado del fuero civil y comercial, se ganó el cargo con empeño y con talento. Hijo
de un peón rural y de la peluquera del pueblo, hizo grandes sacrificios para estudiar, al mismo tiempo que trabajaba. Nadie le puede imputar ser un "hijo de la oligarquía", aunque quizá no falte
quien lo acuse de estar "colonizado por la mentalidad agroexportadora y la ideología patronal". Desvaríos aparte, ahora es "un simple juez concursal", como lo ninguneó el Presidente.
Un "simple juez" que ha decidido hacer valer la ley y la Constitución y que, con esas herramientas, anuló la intervención de Vicentin, repuso a su directorio y ubicó a los interventores
oficiales en el rol de veedores. La noche anterior a la firma de la resolución, no debe de haber pensado en su comodidad ni en su conveniencia. No se le debe de haber cruzado ninguna especulación sobre las posibilidades
de ascender a camarista. Tal vez no haya pensado, tampoco, en el riesgo de que le inventen un jury. Todo indica que solo pensó en dos cosas: en su deber y en la ley. Más que un fallo, ha dado un ejemplo. Y nos
ha recordado que la autoridad no emana necesariamente de los cargos, sino de las actitudes.
El jefe de policía de Palm Beach, que en 2005 ya empezaba a acercarse a su jubilación, tampoco pensó en su comodidad ni en su conveniencia cuando decidió
escuchar a las víctimas e investigar a uno de los hombres más poderosos e influyentes de Estados Unidos. Sabía que se metía con algo más que un "peso pesado". Pero ni siquiera creyó
que pudiera elegir. Simplemente cumplió con su deber. Escuchó el sufrimiento de chicas vulnerables y desamparadas de una periferia suburbana. Rechazó las insinuaciones tentadoras de un megamillonario que
se codeaba con príncipes y presidentes. No se achicó frente a la prepotencia del poder y al alarde de impunidad.
Cuando hablamos del Estado deberíamos hablar de la honradez, la independencia y el coraje de hombres y mujeres con vocación de servicio y sentido del deber. En nuestro
país, sin embargo, el Estado se asocia más al privilegio, al abuso, a la audacia de una legalidad siempre difusa y "a medida".
El juez de Vicentin hoy nos da un testimonio de ese Estado al que todos aspiramos. No participa del pavoneo de egos de Comodoro Py. No lo hemos visto en el prime time de la TV; lo imaginamos
incómodo con su minuto de fama. Con esa discreción le ha hecho homenaje a una sobriedad que también parecía extraviada en toda esfera de poder. Su fallo será revisable, como todos, y su consistencia
jurídica, una materia opinable. Lo que debemos rescatar es el valor superior de una conducta.
En lo que Tomás Abraham ha definido alguna vez como "la Argentina del realismo trágico", la ejemplaridad es una especie en extinción. Lo vemos en el Poder
Judicial, donde la independencia, el coraje y el deber parecen valores archivados en un código de ética que prescribió con el tiempo. Los ejemplos adquieren mayor dimensión en el frondoso paisaje
de una dirigencia (no solo política) que todo el tiempo se muestra acomodaticia, oportunista y mezquina.
Frente a una elite con poca conciencia de obligación y de responsabilidad cívica, los Oyarbide o los Canicoba Corral son asimilados como "parte del sistema",
de un sistema en el que nadie confía, sin que a nadie le importe. Tal vez por eso, para no dejarnos vencer por el escepticismo, vale la pena reconocer buenos ejemplos. Quizá nos pongan a salvo de la resignación
y el derrotismo.
Nos reconforta saber que, aun en una democracia enclenque como la nuestra, carcomida por su debilidad institucional y por la genuflexión y la corrupción de su Poder Judicial,
hay magistrados que, aun a riesgo de equivocarse, están dispuestos a enarbolar su independencia y a defender la ley, sin estridencias ni especulaciones personales. La Justicia de la provincia de Buenos Aires, colonizada
por un sistema degradante de ambiciones y oportunismos, podría mirarse, alguna vez, en el espejo de este modesto juez de un pueblo del interior santafesino que, sin proponérselo, ha venido a encender una luz
de esperanza. No todos se arrodillan, no todos piden su parte, no todos conjugan el verbo "cajonear" a la medida de pequeños e inconfesables intereses. De vez en cuando -ha dicho el genial Stefan Zweig- "vuelve
a ondear la bandera fugaz de la confianza".
El juez de Vicentin -hay que aclararlo- tampoco ha defendido a la empresa, que tiene mucho que explicar. De hecho, le ha puesto veedores para vigilar a un directorio que despierta dudas
y suspicacias. En "la Argentina del realismo trágico" siempre hay una tendencia a ensuciar, contaminar y confundir las cosas. Cuestionar el desprolijo y burdo intento de expropiación no es, por supuesto,
asumir la defensa de manejos empresarios que quizá sean indefendibles. En todo caso, es defender principios e instituciones: la independencia de la Justicia, la garantía de la legalidad, la propiedad privada,
el federalismo. Para juzgar a directivos y accionistas también están los tribunales.
Jeffrey Epstein finalmente cayó por la tenacidad insobornable de un policía que no se dio por vencido. Le llevó años, frustraciones y amarguras. Hasta lo
traicionó un fiscal. Pero perseveró. Lo acompañó el coraje de las víctimas, como al juez de Vicentin lo acompaña otro coraje: el de una ciudadanía que no miró para otro
lado.
Hasta en una democracia sólida y vigorosa, como la de Estados Unidos, el sistema muestra debilidades y agachadas. Y en democracias frágiles, como la nuestra, aparecen fortalezas,
estacas de dignidad y valentía que, desde algún despacho austero, nos dicen que no todo está perdido. Nos muestra, también, que el "sistema" no es una entelequia; es el resultado del coraje
o de la cobardía humanos, de la integridad o de la miseria humanas, del saber o de la negligencia humanos. Nos recuerda que, al fin y al cabo, "el sistema" somos nosotros. Y que la historia no solo la escriben
los grandes hombres; también quienes cumplen simplemente su deber. Tal vez sean ellos, después de todo, los verdaderos héroes de una república.
© La Nación
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