Por Fernando Savater |
En el rato delicioso de 10.00 a 12.00, en la bruma azul del puro y ámbar del whisky, mi programación personal es la cuestión del día. Casi siempre he optado
por películas antiguas, las que apenas recordaba, las que nunca pude ver, las que jamás me cansan.
Las series se acomodan mal a mi carácter impaciente, con ilustres excepciones. He disfrutado la italiana El nombre de la rosa, muy bien dirigida y ambientada, con un John Turturro aún mejor, Dios me perdone, que Sean Connery como protagonista. Un alivio para la cuarentena...
Ante todo, he visto la última temporada de Homeland. Desde hace ocho años, esa serie ha sido lo que su nombre indica, una especie de segunda patria para mí. Un mundo paralelo, en el que ocurrían cosas que a veces me interesaban más
que las del otro.
De pocas personas me he sentido tan cercano como de la desquiciada y leal Carrie Mathison o de su ominoso protector, Saul Berenson. En esta despedida recuerdo algunos momentos estelares
de la saga, pero sobre todo a mí viéndola a lo largo del tiempo, desde los inicios compartidos y felices hasta la soledad final. Carrie, Saul, os echaré de menos. Y ahora ¿qué?
© El País (España)
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