Por Carmen Posadas |
Descuiden, no es mi intención esta semana trazar ningún paralelismo entre catástrofes del pasado y sucedidos del presente. Tampoco hablar de buenas intenciones que acaban en dislates y egoísmos sin fin (tema muy actual también).
Si menciono la Revolución Francesa, es para comentar algo que ocurrió después y que tiene que ver con ciertos procesos catárticos que suelen ocurrir tras
un hecho traumático. Durante el período que se conoce como El Terror (1793-1794), la guillotina funcionaba tan a destajo que se decía que el desagüe próximo a donde estaba colocada ‘madame
Guillotine’ no daba abasto para evacuar la sangre de los ajusticiados. Robespierre, sumo sacerdote de tan sangriento aquelarre, acabó un buen día siendo víctima de su propia política y su
cabeza rodó como tantas otras. A partir de ese momento, todo cambió en Francia. La gente se lanzó a las calles con una sola consigna: ¡Vivir! También, amar, beber, bailar, abrazarse y divertirse,
y del modo más extravagante. Se pusieron de moda, por ejemplo, los llamados bailes de víctimas. Fiestas a las que solo podían asistir personas que tuviesen algún pariente muerto en la guillotina.
Los invitados debían vestir de luto riguroso, ir descalzos como los guillotinados y lucir al cuello una cinta roja, símbolo del tajo que mandó a sus parientes al otro mundo. También era de buen
tono cortarse el pelo à la victime, es decir al ras de la nuca, y saludarse con un movimiento brusco de la cabeza imitando el momento de la decapitación.
Por supuesto, había cola para asistir a estas bacanales que eran lo más cool del momento porque, parafraseando a Newton, se puede decir que por cada acción traumática y terrible hay una igual y opuesta reacción de frivolidad
y sobre todo de irresponsabilidad; esa es nuestra naturaleza. Me he acordado de los bailes de víctimas al ver lo que está pasando en lugares en los que ya se ha levantado el confinamiento. En Israel, por ejemplo,
la comunidad ultra ortodoxa (una de las más castigadas por la pandemia) organizó hace días un encuentro multitudinario «para abrazarse y reencontrarse»; en los Estados Unidos se convocan fiestas
Covid con el fin de contagiarse y, supuestamente, crear una inmunidad colectiva. En Seúl, uno de los primeros lugares en controlar la epidemia, se ha producido un rebrote como consecuencia del llamado partying, palabro que describe ir de fiesta hasta que el cuerpo aguante.
Aquí en España aún no nos ha dado por el partying, porque seguimos en semiconfinamiento, pero no augura nada bueno el que los deportistas se hayan lanzado a la calle sin mascarilla y sin respetar las distancias en aras
del mens sana in corpore… insepulto, calculo yo, dada la contradicción que supone querer mejorar la salud contrayendo el virus. No es que yo
sea partidaria de extender el confinamiento, al contrario, pienso que, a este paso, si no nos lleva por delante la COVID-19, será la economía la que nos dé la puntilla. Pero sí creo que hay que empezar a aprender en cabeza ajena. Si en China, en Corea, y hasta en la muy disciplinada Alemania empiezan a repuntar los casos tal vez convenga poner nuestras barbas a remojo. Antes de la pandemia nunca hubiéramos imaginado lo que hemos tenido que vivir en los últimos meses y la idea de que el mundo entero tendría que ir con mascarilla por la calle nos parecía
digna de Bradbury o de Orwell. Ahora sabemos que la pesadilla es real y sabemos también lo que hay que hacer para que resulte más corta. De tontos sería, por tanto, ponernos a bailar y desparramarnos antes
de tiempo, no sea que el nuestro sea un baile al borde de un nuevo y aún más profundo precipicio.
© XLSemanal
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