Por Sergio Sinay (*)
El abuso de las palabras sin sustentarlas con argumentos, sin cargarlas de significado, o desvirtuando sus sentidos, las convierte en conceptos vacíos, comodines dentro de una
frase, simples sonidos. Ocurre desde hace tiempo con la palabra “vida”. Comenzó con el tema de la legalización del aborto y se instaló ahora con la pandemia y las interminables y confusas cuarentenas.
En la Argentina cualquier tema abre una grieta en la que el pensamiento crítico, la capacidad de fundamentar, el buen decir, el respeto por las palabras y las personas y el ejercicio de la reflexión caen hasta
lo más profundo y desaparecen. En una de las orillas de esta grieta están quienes, apropiándose de la palabra “vida”, decretan que los que no piensan como ellos están a favor de la muerte.
“Vida” significa así la negación del otro, de sus ideas, de su palabra. En la orilla opuesta aparecen, a su vez, otros fundamentalismos, pero jamás un rescate y una dignificación del
concepto vida. Ya agrietados, la vida en sí no es preocupación ni de unos ni de otros.
La última versión de este fenómeno que distorsiona la reflexión y obstruye toda posibilidad de diálogo se presenta como opción simplificadora
y binaria: cuarentena sí versus cuarentena no. Vida o economía. Con estos ingredientes, sazonados con buenas dosis de intolerancia mutua y precariedad argumentativa, se sirve la ensalada de falacias que indigesta
el pensamiento. La escucha desaparece, los discursos se enroscan en sí mismos, endogámicos, y lo que importa es gritar más fuerte que el otro.
¿De qué vida se habla en ese contexto falaz? Respirar, comer, beber, dormir, orinar, defecar, reproducirse, son síntomas básicos de estar vivo. Esas necesidades
forman la base de la célebre y siempre vigente pirámide de las necesidades humanas elaborada en los años 40 por el psicólogo humanista Abraham Maslow (1908-1970). Tal pirámide tiene luego
otros escalones: seguridad, pertenencia, comunicación, afecto, amor, vínculos, reconocimiento, amistad, respeto, intimidad, creatividad, y así hasta culminar en la necesidad de autorrealización.
Escalar la pirámide permite a una persona vislumbrar el sentido de su vida. Aun sin llegar a la cúspide, el intento brinda sentido a su existencia.
Lo demás es sobrevivir, mantener una vida vegetativa. Algo muy diferente de vivir. Si quienes dicen priorizar “la vida” respetaran y honraran estas diferencias acaso
obrarían de manera activa en la construcción de una sociedad donde no solo se sobreviviera, algunos con enorme riqueza, otros con desoladora pobreza, sino que se viviera. Las consignas simplistas y engañosas
con que hoy se difunde desde usinas gubernamentales, políticas, mediáticas, estadígrafas o científicas (aunque en estas últimas hay disensos bien fundamentados) el eslogan “vida o economía”
no terminan de achatar la famosa curva de la pandemia, pero sí achatan la pirámide de Maslow, confundiendo sobrevivir (la base de la pirámide) con vivir. Entonces se muestra como un triunfo sobre el Covid-19,
y sobre los demás países del planeta, el alto número de sobrevivientes, aunque no importe cómo vivan.
Ojalá tanta preocupación por “la vida” se tradujera en la creación de condiciones existenciales dignas, en una política orientada al verdadero
bien común y no al beneficio de los propios, en un Estado que no sea un aguantadero o un botín, sino un regulador funcional de los intereses y bienes comunitarios. Ojalá la “nueva normalidad”,
tras la pandemia, no sea una reedición de los embustes de siempre. Desde hace demasiadas décadas (aun sin coronavirus), en nuestra sociedad aumenta el índice de sobrevivientes y decrece el de quienes pueden
experimentar una vida trascendente. Sobrevivir sin trabajo o con trabajo precario, encerrados sin pronóstico de salida, privados del encuentro con seres queridos, amenazados con filminas dudosas y tratados con paternalismo
autoritario es lo opuesto a lo que el filósofo y teólogo escocés Thomas Chalmers consideraba en el siglo XIX una vida con sentido. Aquella en la que hay un proyecto por cumplir, alguien a quien amar y
algo que esperar. No hablaba de sobrevivir, sino de vivir. Y no usaba estadísticas.
(*) Escritor y periodista
© Perfil.com
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