Por Almudena Grandes |
Dentro de 15 días habremos estrenado ya ese arcano al que nos referimos como nueva normalidad. Como no puedo saber si me inspirará, o no, nuevos textos sobre el coronavirus, les cuento las novedades de los últimos 15 días.
Creo que, al igual que la curva, me he estabilizado en el asunto de las mascarillas. He conseguido que una señora caritativa y con máquina de coser me regale una de tela,
mucho mejor que mis artefactos de servilleta de papel y grapadora, mucho más cómoda que la careta de exterminador que usé después, mucho más práctica, ecológica y barata que
la batalla por las desechables en las farmacias. Gracias a un primo mío, médico, descubrí que su eficacia aumenta considerablemente si se adhiere un salvaslip en el lado que está en contacto con
la cara. Cuando vuelvo de la calle, lo tiro, sumerjo la mascarilla en una solución de agua con lejía, la aclaro, la tiendo y cultivo la esperanza de no tener que volver a cambiar de método nunca más.
En el lado negativo de las últimas dos semanas, el lugar preferente es para la promoción telemática. No sé si habrá sido porque mi nuevo proyecto narrativo
ha avanzado hasta el punto de que he terminado un cuaderno y he empezado otro, pero el Sant Jordi virtual me ha exasperado casi tanto como adoro el Sant Jordi real. Durante dos semanas, he tenido que descargar y familiarizarme
con aplicaciones de videoconferencia y reuniones que con un poco de suerte, y cruzo los dedos, no tendré que volver a utilizar nunca más. Cada una funciona de una manera distinta, todas requieren una contraseña
que no se puede usar en las demás, la cámara de mi tablet me obliga a mirar a una esquina de la pantalla para salir centrada, y sólo veo un bulto en lugar de la cara de mi o mis interlocutores, y
eso sin contar con los caprichos de las conexiones. Al principio no me arreglaba y me veía horrible. Luego me resigné a vestirme y maquillarme para grabarme un vídeo a mí misma o entrar en una reunión.
Me veía mejor en la pantalla, pero el proceso me parecía una ridiculez. Siempre tenía miedo de no haber recibido la invitación previamente, de que mi router se descontrolara, de que fallara el sonido,
así que perdía un montón de tiempo esperando a que me llamaran o me dieran paso. Ya sé que existen destinos mucho peores en este mundo de esclavitud, explotación, miseria y enfermedad, sé
que no tengo derecho a quejarme de nada, pero les confieso que la experiencia me ha parecido espantosa.
Aparte de eso, me han pasado cosas raras, como a todos ustedes, imagino. La más extraña tiene que ver con mis paseos. Un día me di cuenta de que me estaba quedando
sin envases para conservar la comida. Ir a la compra una vez a la semana me obligaba a congelar mucho más que antes, comprar nuevos envases me obligó a ir hasta la glorieta de Quevedo, que está a 800 metros
de mi casa. Nunca había llegado tan lejos desde que empezó el confinamiento, y me preparé para disfrutarlo. La decepción fue brutal. La mascarilla, los guantes, las personas que andaban por la acera
sin mascarilla y sin guantes, la necesidad de observar la distancia que me separaba de ellas convirtieron mi presunto paseo en una carrera de obstáculos, y no sólo eso. En contra de mis deseos, de mis previsiones,
de la experiencia acumulada durante muchos años, salí a andar a la calle y no logré pensar en nada que no fuera lo que les he contado ya. ¿Será posible que piense mucho mejor andando como una
autómata por el pasillo de mi casa?, me pregunté. Al día siguiente descubrí que sí, aunque a mí misma me pareciera mentira. Así que no les garantizo que aproveche el permiso
para salir. Como empiece a escribir y no me dejen pasear por las tardes, perseveraré en mi circuito casero.
A lo mejor se lo cuento dentro de 15 días.
Ojalá no haga falta.
© El País Semanal
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