Por Loris Zanatta |
Nos dicen que nada será como antes, pero los dilemas que nos impone el coronavirus son los de todos los tiempos, solo que más agudos y urgentes: la historia continúa
su curso.
¿Qué es más importante, la salud o la economía? ¿La seguridad o la libertad? Preguntas superfluas: la economía es inútil si no hay salud, pero no habrá salud si
la economía se detiene; no hay libertad sin seguridad, pero por la seguridad puede peligrar la libertad.
Todo esto es una perogrullada. Como lo es el fantasma que ronda por todos lados, el convidado de piedra de toda controversia: su majestad el Estado. No se habla de otra cosa: cuánto
Estado y cuánta privacidad, cuánto Estado y cuánto mercado, cuánto Estado y cuánta globalización. Qué novedad, ¿no? Un debate nuevo, fresco del día...
Sin embargo, pocos, entre quienes saborean el triunfo o tiemblan ante el regreso del Moloch, se hacen la siguiente, necesaria pregunta: ¿qué Estado? El Estado no es una cosa
abstracta; no es un bien producido en serie: es una construcción histórica compleja. En cada país, el Estado es el espejo de una historia, una cultura; refleja valores, al menos de aquellos que han prevalecido
sobre otros que han sido descartados o derrotados.
"Para que la libertad emerja y florezca", escriben Daron Acemoglu y James A. Robinson, "tanto el Estado como la sociedad deben ser fuertes". El Estado debe ser fuerte
para garantizar el imperio de la ley y los servicios necesarios para la realización del plan de vida de todos. La sociedad será fuerte si está formada por ciudadanos activos e informados, decididos a controlar
el poder del Estado, a resistir abusos e incumplimientos. El Estado y la sociedad se equilibran, compiten, pero cooperan. Otra perogrullada.
De aquí en adelante, sin embargo, se acaban las perogrulladas. Para empezar: ¿qué es un Estado fuerte? Que apaguen su ardor los nietos de Stalin o de Colbert, los
partidarios de la autarquía y de los rescates de las compañías de bandera: el Estado fuerte no es el Estado grande; es el Estado serio, transparente y eficiente, por lo tanto, respetado. Lo contrario del
Estado paquidérmico y clientelar, costoso y ausente, invasivo y corrupto; de la jungla de leyes oscuras y reglas engañosas, de burocracias obtusas y reparticiones innecesarias; del Estado que cobra enormes impuestos
sin dar servicios decentes a cambio.
¿Y qué es la sociedad fuerte? ¿Será aquella donde poderosos grupos bloquean carreteras, vetan reformas, amenazan y amedrentan para obtener porciones más
grandes del pastel público? ¿Será la que ocupa el Estado y se reparte su botín acumulando deudas? ¿Será la sociedad donde las empresas viven de rentas y protecciones públicas? Claro
que no: la sociedad fuerte es autónoma del Estado, celosa de la libertad de educar y producir, innovar y experimentar, proveerse a sí misma y cultivar sus sueños sin coacciones.
Ahora, llegados hasta aquí, tomemos un termómetro y midamos la temperatura de nuestro Estado y nuestra sociedad. Todos tenemos este termómetro en la mano y se llama
coronavirus: es un juez cruel pero inflexible, sádico pero neutral. Nada como el virus nos muestra la fuerza o la debilidad de nuestro Estado y de nuestra sociedad, si vivimos en casas de paja a merced de los vientos
o de ladrillos capaces de resistir los golpes.
No es este el momento de redactar calificaciones: nadie imaginó esta gran tragedia y cierta improvisación es inevitable, aunque a veces, imperdonable. Pero se ve de todo.
Por un lado, tenemos a los mesiánicos: durante mucho tiempo negaron la evidencia, se negaron a creer que la trivialidad de la historia se interpusiera en su destino manifiesto. Cuando chocaron contra la pared era tarde.
El optimismo de los escépticos se llama sabiduría; el de los necios, necedad.
Por otro lado, tenemos a los apocalípticos: Dios y la naturaleza nos castigan, debemos expiar todos en cuarentena. Bien al principio, ¿pero luego qué? Luchan contra
el virus como en la Edad Media. ¿La economía? ¡Vade retro, dinero del diablo! ¿Libertad individual? Un lujo. ¿Instituciones? Suspendidas. ¿La sociedad? Desaparecida. Todo o nada, o dentro o
fuera, ¡ay de los que temen el espectro de la miseria, la sombra de la tiranía: egoístas, ¡”neoliberales”! Cuando intentan reabrir las puertas, no saben cómo hacerlo: tienen entre
sus manos un Estado enorme pero inútil por desorganizado, no preparado para el desafío. Entonces hacen grandes anuncios, pequeños pasos y abruptas marchas atrás.
Pero no todos son mesiánicos o apocalípticos. También tenemos ejemplos de sensatez, pragmatismo y raciocinio, de sentido común y buena organización.
No "estatizaron" la pandemia dejando sin voz ni poder a la sociedad, no protegieron dejando de producir, no impusieron restricciones si no basadas en la responsabilidad de los ciudadanos. ¡Y ay de suspender
la dialéctica política!
¿Qué empuja a un país hacia uno u otro camino? De nuevo: es cuestión de cultura, de valores. Ante la pandemia, se mide el tipo de Estado y sociedad formados
a lo largo de la historia. Esto cambia los términos del antiguo dilema: si sirve más Estado o más sociedad, más Estado o más mercado. Hay países donde el Estado fuerte no limita la
fuerza de la sociedad ni la del mercado: entre todos, forman sistema.
No es así donde el Estado es el "patrimonio" del grupo que lo ocupa, al servicio exclusivo de sus clientes; donde la sociedad es dependiente y pasiva, o amargada y desconfiada;
donde el "mercado" vive de los favores del gobierno. En tales casos, el poder del Estado no tiene contrapesos. Se entiende que en ellos crezca el miedo por la suerte de la democracia.
Entonces, ¿la pandemia anuncia realmente el "retorno del Estado"? ¡Como si nunca se hubiera ido! Adonde el Estado ha demostrado ser fuerte no necesitará "regresar".
Pero ¿qué pasará donde, a pesar de ser grande y costoso, haya demostrado ser incapaz y desorganizado? ¿Dónde no sabe hacer suficientes muestras ni proporcionar barbijos? ¿Dónde envía
a los médicos desprotegidos a morir? ¿Dónde no sabe combinar protección y producción, seguridad y libertad? La mezcla de miseria y rencor, desempleo y desesperación podría explotar:
¿qué Estado han construido con nuestros impuestos? Tal vez aquellos que ya celebraron la hora del Estado se vean inundados con la ira de la sociedad.
© La Nación
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