Por Almudena Grandes |
Escucho a diario que esta crisis está sacando lo mejor de nosotros. No lo discuto, pero compruebo que lo peor crece a la misma velocidad. No creo que nuestra sociedad vaya a evolucionar
en un grado decisivo a partir de esta pandemia. Me inclino a pensar que cuando exista una vacuna, la nueva normalidad será un calco de la vieja, sin duda por desgracia, pero también por suerte. En nuestra memoria
sobrevivirán durante mucho tiempo, sin embargo, algunas palabras, algunas imágenes.
Mi prima Alicia, que conserva un humor envidiable en relación con sus circunstancias —jornada laboral de dos horas y media, ERTE, el futuro incierto de los trabajadores
de las agencias de viajes—, me pide que escriba sobre su vecino Pablo Piñeiro, un gallego polifacético como un florentino del Renacimiento que es al mismo tiempo actor, futbolista, modelo, escritor y, últimamente,
animador de balcón, organizador de fiestas confinadas, espíritu resistente de un edificio de pisos de mi barrio. No sé qué habríamos hecho sin él, me dice, yo vivo esperando su locura
diaria de las ocho de la tarde…
¿Cuántos Pablos Piñeiros hay en España? Muchos, sin duda. Unos ponen música, otras cantan saetas, unas leen cuentos, otros tocan el violín, y
todos, todas ayudan a sus semejantes sin esperar nada a cambio, los arman, los fortifican, les proporcionan gratuitamente la única herramienta imprescindible para salir del hoyo en el que estamos. El ánimo es
como el amor, no puede comprarse con dinero. En el edificio de Alicia, como en muchos otros en todo el país, las personas que suben y bajan por la misma escalera de repente se conocen, se reconocen, se ayudan. La vecindad,
con todo lo que tiene de bueno, solidaridad, complicidad, empatía, ha sido una de las grandes reconquistas positivas de una tragedia que ha empeorado mucho de lo que ya teníamos de malo.
Eso también lo compruebo cada dos por tres. Todos los días escucho a alguien quejarse de que no se puede dar un paso, de la cantidad de gente que sale a la vez. Es una
vergüenza, dicen quienes confiesan haberse tropezado con masas incontroladas en las mismas aceras que pisaban sus pies, como si todos los demás tuvieran la obligación de quedarse en sus casas para garantizarles
a ellos, a ellas, el privilegio de transitar a su gusto, guardando las distancias de seguridad. Los insultos a los autistas que salían de paseo, la actividad policial espontánea, el espionaje y las denuncias
de balcón completan el lado oscuro de la empatía vecinal, pero hay cosas peores.
Ya he perdido la cuenta de las personas que me parecían cultas, razonables, incluso inteligentes hasta que me reenviaron un mensaje catastrófico, apocalíptico o
sencillamente falso, que al parecer les había abierto los ojos. Lo curioso es que las mismas personas se tragan con idéntica avidez, sin discriminar entre unos y otros, los reenviados más ramplones, como
esos anónimos que empiezan diciendo “tengo pruebas fehacientes de que”, y las manipulaciones más sofisticadas, informes de instituciones extranjeras presuntamente prestigiosas o comunicados falsos
impresos en falso papel oficial, con su fecha, su firma, su sello y todo lo demás. Esa realidad paralela también sobrevivirá entre nosotros durante mucho tiempo. Cuando termine la excepcionalidad impuesta
por la pandemia, miles de españoles seguirán creyendo que el virus se fabricó en un laboratorio de Wuhan, que Manuela Carmena tenía una ambulancia completamente equipada en la puerta de su casa
o que aviones militares fumigaron a la población con desinfectante o algo peor.
Ahora que se aproxima la nueva normalidad, deberíamos hacer recuento de lo mejor y lo peor, lo bueno y lo malo que nos ha enseñado esta pandemia. La humanidad nunca ha
aprendido nada de sus errores y no vamos a ser nosotros los primeros, pero peor sería no intentarlo.
© El País Semanal
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