Por Carlos Ares (*) |
Embebido en alcohol, desinfecto el día. Salgo al balcón en estado gaseoso. La bruma nocturna difumina las luces. En el sopor, escucho la publicidad de YPF que incita a
la “lucha”. Desde la altura de su estatua, el brazo ecuestre de San Martín señala La Matanza: “Es allá”. Belgrano duda, mira hacia Vilcapugio y Ayohúma. El Chacho Peñaloza
no reconoce la estación de servicio que aparece a su espalda. “¿La añadieron por croma?”, pregunta. Juana Azurduy se alza en armas. “¡Cuándo carajo voy a poder volver al Alto
Perú!”, grita.
En la duermevela, Alberto –Olmedo–, dictador de Costa Pobre, cruzado con la banda coronavirus que le enviaron “Tus amigos” Felipe Solá, Moyano, Cristina,
Massa, Tinelli, Tapia, lee el parte diario de goles a favor y posterga el descenso. Vamos ganando, dice, pero falta el segundo tiempo. Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla. No vamos a ceder un mango de la
nuestra. Por ahora no llenen la plaza, ya les vamos a avisar, quédense en la tribuna, cuelguen los trapos, canten la marcha y el himno con los dedos en “ve”.
En las macizas gargantas barrabravas el fervor patriótico talla las venas. Helado por el clima bélico, me arropo como un soldadito de Malvinas. Embozado en barbijo avanzo
a salto de mata por las calles. La bayoneta lubricada en gel. Los “gurkas” del chino se agazapan detrás de las cajas enemigas. Inicio el ataque a las góndolas piratas, libro el combate cuerpo a cuerpo
contra la mano invisible del mercado y le arrebato dos botellas tintas que están todavía a precio de ayer. Regreso agotado. Festejo el empate con brindis solidarios.
¿El martes? le digo a la cara desolada en el espejo del baño: “Nos siguen pegando abajo, Charly”. La cuarentena es una cabecera de playa. El discurso autoritario
avanza. Las fuerzas democráticas reculan. Las defensas naturales ceden. El sesgo de los fanáticos militantes revela la huella genética, el ADN del fascismo que los parió. Los medios y los miedos
al porvenir económico no resisten el relato. “La primera víctima de la guerra es la verdad”, cita Charly. La segunda debe ser la justicia, pienso. Abrazada a ellas muere la memoria, digo. ¿Qué
hacer?
A esta altura de la vida vivida en este país ya deberías saber cómo defenderte, reprocha Charly. Al que se inflama con himnos y versos, se atribuye la representación
del pueblo, los trabajadores o la patria, se cuelga medallas y se inviste en banderas para encubrir bolsos, estafas, sobreprecios, crímenes y justificar a la vez la liberación de los condenados y el fin de los
procesos pendientes, le alzás la mano como si le dijeras “Pará, hasta acá llegaste”. Tranquilo, seguro, convencido, mirando a los ojos. ¿Qué tienen que ver los tipos y las acciones
sin mancha de la historia con tantos ladrones infectos de corrupción?
¿El viernes? Uno de estos días de otoño sereno, diáfano, cálido, en el punto justo de sol, vuelvo del chino con la cabeza ligera, liviana, cuando, sin
motivo, un agente se baja de la ciberpatrulla y me interrumpe el paso. Botas negras, uniforme negro, anteojos negros. Dos celulares modelo “SS” colgados en el pecho. Una cámara en el frente del casco negro.
Mano derecha en la culata del arma. Al cabo de un seco intercambio de palabras, me advierte que tenga cuidado con el uso del sarcasmo o la ironía y las críticas que pueden afectar el humor social: “Estamos
en guerra”
Callado, tranquilo, mirándolo a los ojos, alcé la palma de la mano abierta como si le dijera: hasta ahí. Se apartó sin que tuviera que pedírselo y
seguí mi camino. Sabía que en algún momento iba a reaccionar, pero no me vi venir así, sonriendo y tan, tan en paz.
(*) Periodista
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