Albert Einstein |
Hay un problema del que hablamos poco: nuestra alarmante estupidez. Por alguna razón, quizá relacionada con la necesidad de un mínimo de autoestima, todos tendemos
a considerarnos más o menos capaces de pensar. Pero no es el caso. Tenemos pruebas de nuestra deficiencia allí donde miremos: en el espejo, en casa, en la calle, en los medios, en las redes. Somos idiotas funcionales.
El asunto es complicado de manejar. Las mentes más brillantes y más honestas, pongamos como ejemplos a un Baruch Spinoza o un Santiago Ramón y Cajal, suelen ser
conscientes de sus límites y de la enormidad que queda fuera de su alcance. Los otros, los que con cierta soberbia nos consideramos “normales”, sufrimos serias dificultades para asumir que no somos muy listos,
sino más bien lo contrario. Luego están aquellos cuya estupidez es tan profunda que pueden andar por ahí con la arrogancia de sentirse casi genios. En conjunto, no damos la talla mínima exigible
a una especie que se autodefine con los términos Homo sapiens sapiens.
El otro día, en un artículo publicado en este mismo medio, Leontxo García resaltaba la torpeza de los poderes públicos en la lucha contra la pandemia como
demostración de que el cerebro del sapiens está en decadencia, y proponía el ajedrez como instrumento para mejorar en lo posible nuestras facultades. Ciertamente, el ajedrez puede ayudar. No sé
si lo suficiente. La organización de las sociedades muestra signos de deterioro creciente y eso se debe a cada uno de nosotros, responsables en último extremo de quién ejerce el poder político y
económico.
Hace casi un siglo, José Ortega y Gasset alertó sobre los riesgos que entrañaba el hombre sumido en una masa humana tan entusiasta como idiota, para defender el
protagonismo de las élites como gestoras del conjunto. Pero díganme: ¿quién es la élite? ¿Cómo se selecciona a esas personas menos incapaces que las demás?
Ya sabemos que la democracia es un mal menor en comparación con el mal mayor de cualquier otro sistema. Sin embargo, la multiplicación de los estímulos (emocionales,
no intelectuales) sobre los individuos fomenta el empoderamiento de la estupidez. Lo vemos cada día. Y, desde luego, el fenómeno trasciende las ideologías. Allá cada cual con sus prejuicios y sus
fanatismos personales: la estupidez vive momentos de gloria en la izquierda, en la derecha y en el centro.
Será que nos gusta ver ahí arriba, mandando, a alguien con quien podamos sentirnos identificados. Ojo, no digo que quienes gobiernan sean todos iguales. No lo son. Tampoco
lo somos los ciudadanos de a pie. Lo que afirmo es que el viento sopla a favor de la estupidez adornada con desparpajo y pillería porque los hechos, base de cualquier razonamiento, cuentan cada vez menos frente a las
emociones. ¿Para qué va a pensar uno si puede sentir furiosamente? ¿Por qué “mi verdad” va a ser inferior a la verdad, si la propia ley dice que yo no soy inferior a nadie? ¿Quién
se atreve a poner límites a mi libertad?
Es célebre aquella frase de Albert Einstein: “Dos cosas son infinitas, el universo y la estupidez humana, y no estoy seguro sobre el universo”. Ahora mismo, muchos
parecen celebrar que las reservas de estupidez sean realmente inagotables.
© El País (España)
No hay comentarios:
Publicar un comentario