Por José Nun |
No hay tal cosa como una voluntad general que pueda darle sustento a la política, sostiene, por la sencilla razón de que son los propios políticos quienes fabrican esa voluntad. Por eso, allí donde la democracia ha tenido más éxito y perdurabilidad se ha revelado como lo único que puede ser: un procedimiento político mediante el cual se autoriza en forma periódica a determinados individuos para que decidan por el resto. Nada más. Es un medio que puede servir para distintos fines y no hay que confundirlo con estos: por ejemplo, es posible o no que conduzca a una mayor justicia social.
Aristócrata y elitista, en su juventud Schumpeter se propuso, con suerte varia, ser el primer amante de Viena, el primer jinete de Austria y el primer economista del mundo.
Tal como muestra la biografía de Richard Swedberger, era monárquico, conservador, racista, antisemita y, por añadidura, un temprano simpatizante de Hitler. Esto último le valió el repudio
de sus colegas de la Universidad de Bonn y por eso emigró a los Estados Unidos y sentó sus reales en la Universidad de Harvard (donde siempre fue discretamente vigilado por el FBI).
Pero en esta Argentina tradicionalmente dominada por concepciones autocráticas de la política y por una similar reducción de la democracia al voto, es bueno
volver de tanto en tanto a las reflexiones de quien es, sin duda, uno de los máximos exponentes de esta visión. (Da buen testimonio de sus quilates intelectuales que uno de sus discípulos fuera Paul Samuelson,
judío y neokeynesiano, ganador del Premio Nobel de Economía en 1970).
Ante todo, es bueno recordarles a sus epígonos locales que su definición de la democracia como mero procedimiento pertenece al campo de las definiciones condicionales.
Esto es, se halla sujeta a una serie de requisitos. Según subraya, el primero y fundamental es que el método solo puede funcionar adecuadamente en países desarrollados, a los cuales se refiere como sociedades
capitalistas "en su estado de madurez", que cuentan con "los medios materiales y la voluntad" para implementar leyes sociales que "eleven el nivel de vida de las masas".
Pero con esto no basta sino que los dirigentes y los dirigidos tienen que poseer determinadas cualidades. Son básicamente cuatro. Schumpeter comienza por plantear los peligros
que supone la profesionalización de la política, entre los cuales destaca la corrupción, el afán de perpetuarse en el poder y la posibilidad de que acabe atrayendo a los menos capaces. La solución
que propone (y en Argentina lo sabemos por experiencia) es muy poco satisfactoria y finalmente circular: "el material humano de la política debe ser de una calidad suficientemente elevada", para lo cual la
"única garantía efectiva" es que se consolide un "estrato social" dedicado por entero a ella. Fiel a su postura autocrática, ni una palabra sobre la necesidad de instituciones que controlen
a ese "estrato"; y, mucho menos, acerca de una auténtica división de poderes.
. No sería necesario ni útil, piensa, que todas las funciones del Estado se rigiesen por el procedimiento electoral pues la administración de justicia o el manejo
de las finanzas requieren especialistas. Pero reaparece el peligro anterior porque "el poder del político para designar al personal de los organismos públicos no políticos, si lo emplea de una manera
descarada a favor de sus parciales, bastará a menudo por si mismo para corromperlo".
En tercer lugar, señala con acierto que es indispensable que exista "una burocracia bien capacitada, que goce de buena reputación y se apoye en una tradición
sólida, dotada de un fuerte sentido del deber y de un esprit de corps no menos fuerte". Nuevamente, "la cuestión del material humano disponible es de importancia decisiva".
Por último, a los ciudadanos se les debe exigir un respeto absoluto por la ley y un alto grado de tolerancia hacia las diferencias de opinión. Pero, sobre todo, "los
electorados y los parlamentos tienen que poseer un nivel intelectual y moral lo bastante elevado como para estar a salvo de los ofrecimientos de fulleros y farsantes". Para Schumpeter la cuestión es tan importante
que su democracia procedimentalista precisa de "un carácter nacional y unos hábitos nacionales de un cierto tipo que no en todas partes han tenido oportunidad de desarrollarse, sin que pueda confiarse en
que los cree el mismo método democrático".
En resumen, el razonamiento conduce a un postulado: "si un físico observa que el mismo mecanismo funciona de un modo diferente en épocas distintas y en lugares
distintos, concluye que su funcionamiento depende de condiciones extrañas al mismo. Nosotros no podemos sino llegar a la misma conclusión por lo que se refiere al sistema democrático [entendido, recuérdese,
como el recurso periódico al voto]".
Con la mirada puesta en nuestro país, ¿qué enseñanzas y reflexiones podemos extraer de lo dicho quienes defendemos una concepción republicana y no
autocrática de la política? Comencemos por las coincidencias. No se puede hablar de democracia en una sociedad capitalista que, desde hace mucho tiempo, ha venido estando lejos
de llegar a su "estado de madurez" y que en el último siglo solo se ha dedicado episódicamente a "elevar el nivel de vida de las masas". Tanto menos cuando, como sucede hoy, un 40 % de los argentinos se debate en la pobreza.
También es cierto que, con escasas excepciones, la borrachera de poder es sintomática de los dictadores militares y de los líderes autoritarios que nos han gobernado.
Más aún, resultan innegables la ineptitud y la corrupción sistemática de una parte significativa del "personal de los organismos públicos no políticos" así como la
ausencia, en términos generales, de "una burocracia bien capacitada, que goce de buena reputación". Tanto más en la actualidad, cuando es ostensible lo que ha dado en denominarse el "loteo"
de los cargos públicos entre las diversas fracciones de la coalición dominante.
A esto se suma que, en tales condiciones, el largo predominio de una concepción autocrática de la política contraria a la Constitución Nacional unida
al arraigo de corporaciones empresariales y sindicales casi inexpugnables han conspirado contra la formación de "un carácter nacional y unos hábitos nacionales" susceptibles de poner a salvo
a amplios sectores de la ciudadanía de "los ofrecimientos de fulleros y farsantes".
¿Cómo cambiar esta situación? Es aquí que comienzan mis disidencias con Schumpeter. La más importante tiene que ver con los peligros que él
mismo señala. El voto sirve para poco en este sentido si la ciudadanía no lucha por una genuina separación de poderes que evite su concentración en pocas manos y se moviliza para que los organismos
de control dejen de estar en manos de aquellos a quienes deben controlar. De ahí que la democracia no pueda agotarse en un mero procedimiento. Imagino la réplica: el método democrático no puede
crear sus propias condiciones de existencia. Estoy de acuerdo. Justamente por eso urge reconocer que gozamos de una serie de derechos y de libertades pero que nuestras instituciones tienden a ser cáscaras vacías y todavía no hemos iniciado una real transición a la democracia constitucional
. ¿Un presidente designado a dedo por su vicepresidenta? ¿Una justicia siempre atenta a las demandas del Ejecutivo? ¿Un Poder Legislativo que no sesiona en medio de una de las
peores crisis de nuestra historia?
La lucidez de Schumpeter lo llevó a sujetar a una serie de condiciones su concepción autocrática de la democracia como un simple procedimiento electoral. No
ha sucedido otro tanto con sus émulos locales y así estamos. Por eso es más urgente que nunca tomar conciencia de la situación a la que hemos llegado después de una larga historia y promover
desde las bases la posibilidad de una democracia plenamente republicana y participativa. Sin duda, vivimos tiempos peligrosos. Pero, como dijo alguien, no tanto por culpa de la gente que se dedica a hacer el mal sino de quienes
se sientan a ver qué pasa.
© La Nación
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