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domingo, 24 de mayo de 2020

La actriz de aquella noche

Por Arturo Pérez-Reverte
«Yo a los amigos no les cuento las penas; que los divierta su puta madre». El actor Antonio Gamero, copa en mano, acababa de pronunciar su frase inmortal apoyado en la barra del Bataclán, cuyos ventanales y terraza se abrían a la playa de la Concha de San Sebastián. Era septiembre, a finales de los 90, en pleno festival, y el mundo del cine de entonces se congregaba allí cada noche después de asistir a las proyecciones y cenar, los que podían permitírselo, en Aldanondo o en Ganbara, donde Amaia, la expeditiva y acogedora dueña, te trataba como a uno de su familia.

Daban las tantas y habíamos estado trasegando alcohol de diversa procedencia, entre humo de cigarrillos –qué tiempos– y rumor de conversaciones, el grupo de amigos y conocidos que cada año nos congregábamos en la mesa de la esquina del bar del hotel María Cristina: mi casi hermano el productor Antonio Cardenal –acababa de rodar con Polanski La novena puerta, basada en una novela mía–, Pedro Masó, Pepe Vicuña, Ana Belén, Imanol Uribe, María Barranco, Sancho Gracia y otros del oficio. La noche anterior había sido mágica, pues al regreso al hotel, con Fito Páez sentado al piano, Ana Belén se había puesto a cantar como el ángel que era y supongo sigue siendo. Andábamos un poco resacosos, así que, tras cumplir con el ritual nocturno de Bataclán, casi todos se iban largando ya. En el bar quedábamos cuatro gatos: Gamero atornillado a la barra, Cardenal atornillado al White Label y yo contándole a Carmelo Gómez el chiste del oso maricón. Entonces, una agente de actores, chica simpática a la que yo apreciaba mucho, me cogió aparte. Acabo de llegar con ella, dijo señalando a una señora delgada y elegante que estaba de pie junto a la puerta. Y no conoce a nadie. ¿Me harías el favor de hacerle un poco de compañía?

Es difícil decir no a esa petición si estás en Bataclán a las dos de la madrugada y compruebas que la compañía que te proponen rodó una película con Visconti. Acompañé a mi amiga, me presentó a la actriz y nos dejó solos. La actriz iba muy bien vestida y yo me felicité de estar a tono con una americana azul oscuro. Le llevé la copa que me pidió, y con un gintonic de Bombay azul en la mano procuré darle conversación. Mi inglés es infame, más adecuado para hablar con taxistas nigerianos o marines americanos que para hacer vida social; pero en francés nos manejamos muy bien. Nunca hasta esa noche había visto a esa mujer en persona, y me sorprendieron dos cosas: era más delgada de lo que parecía en la pantalla, y sus ojos claros eran muy luminosos y melancólicos. Debía de tener, calculé, cinco o seis años más que yo. Pequeñas arrugas se marcaban en torno a sus ojos y las comisuras de la boca. Ya no era tan bella, pero conservaba el encanto ambiguo, casi andrógino, que la había llevado a la pantalla.

Intenté ser original no hablando de sus películas, de las que supuse le hablaría todo el mundo. Tampoco, por simples buenas maneras, hablé de mí. Su agente me había presentado como novelista y ex reportero, y no creí necesario más. Hablé del festival, de la gente pintoresca del cine español, de galanes de antaño como Rafael Durán y Alfredo Mayo, de Conchita Montenegro, que sedujo a Leslie Howard y protagonizó la extraordinaria Rojo y negro. Y cuando agoté la conversación sobre cine y aledaños, salimos a la terraza a contemplar la bahía bajo la luna y eso me dio pie para contarle que en esa playa aterrizó un avión con fugitivos nazis al final de la Segunda Guerra Mundial. Hablé luego del monte Igueldo, del casino de Biarritz, de Arzak y hasta de los chipirones encebollados. Y cuando ya no supe qué más decir, miré el reloj, dije que era muy tarde y se la devolví a su representante con la satisfacción del deber cumplido.

A la mañana siguiente, desayunando en un café frente al María Cristina –siempre que puedo, evito los desayunos de hotel–, vi a la representante de la actriz. Me dio las gracias muy cariñosa y añadió: «Eso sí, no te imaginas lo enfadada que la tienes». Me quedé inmóvil, con la tostada a medio camino, pregunté por qué y respondió: «Dice que durante la hora larga que estuvisteis juntos no le hablaste ni una sola vez de sus películas».

Como podrán ustedes comprender, desde entonces, cada vez que me encuentro con un director de cine, un actor o una actriz, y por si acaso también con un escritor o escritora, les hablo de sus películas. O de sus libros. O de lo bien que envejecen o rejuvenecen. Esa es, sin duda, la razón de que entre directores, actores y escritores se haya corrido la voz de que tengo una conversación interesante.

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