Por Juan Manuel De Prada |
Y este método infalible para distinguir a los hijos de Dios de los hijos del diablo debe complementarse con esta otra afirmación
medular de San Juan, contenida en la misma epístola: «Si alguien dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien
no ve» (1 Juan 4, 20).
Así que San Juan nos enseña que justicia y caridad van cogidas de la mano; y también que se puede decir «Amo a Dios» y ser un grandísimo hijo
del diablo, si antes no se ama al hermano. Pero como el amor al hermano exige justicia y caridad, también se debe incluir entre la prole diabólica a quienes destinan al hermano una falsa justicia que no está
perfeccionada por la caridad, o bien una falsa caridad que no observa la justicia. Chesterton habló de «virtudes locas» para designar ese empeño tan moderno de desgajar las virtudes, aislándolas
hasta hacerlas irreconocibles; y quizá no haya virtudes tan locas como la justicia sin caridad y la caridad sin justicia, que incluso pueden adoptar ropajes muy solidarios y filantrópicos.
La filantropía moderna, para escaquearse de la distinción que establece San Juan, ha sustituido a ese Dios convertido en entelequia por otra entelequia mucho más
‘laica’, la Humanidad. Proclama «Amo a la Humanidad» y nos hace creer que no se cuenta entre esos hijos del diablo que sólo aman algo que no ven (Dios) y no aman al prójimo que ven. Pero
la Humanidad es exactamente lo contrario del prójimo. A muchos filántropos modernos les ocurre, en realidad, lo mismo que le ocurría a un personaje de Los hermanos Karamazov, que decía: «Amo a la Humanidad, pero, para gran sorpresa mía, cuanto más amo a la Humanidad en general, menos amo a los hombres
en particular, como individuos. Con frecuencia, he soñado que sirvo apasionadamente a la Humanidad y creo que, si hubiese hecho falta, hubiese subido al Calvario por ayudarla, pero sé por experiencia que no puedo
convivir con otra persona dos días seguidos en la misma habitación. Tan pronto como alguien se acerca a mí, su personalidad oprime mi amor propio y dificulta mi libertad. En apenas veinticuatro horas,
puedo cogerle ojeriza a la persona más buena: tal vez porque se queda demasiado tiempo sentada en la mesa, o porque está constipada y no hace más que estornudar». Y, un poco más adelante,
otro personaje de Los hermanos Karamazov confesará, revelándose como un prototipo del hombre moderno: «Debo confesarte una cosa: nunca
he podido comprender el amor al prójimo. ¡Pero si el prójimo es precisamente la persona a la que no se puede amar! Salvo que esté a una cierta distancia, claro».
Dostoievsky se erige así en el mejor intérprete de San Juan. Amar a la Humanidad es la gran cortada del moderno hijo del diablo, que además se enfadará
y se hará el digno si le pides que se deje de amar cosas que no pueden verse y se ponga a amar a su prójimo, que lo acoja en su casa y lo meta en su misma habitación, que permita que se quede sentado durante
largo rato en su mesa y aguante sus estornudos. Ese amor al prójimo, que participa de la justicia y la caridad, es el más difícil de todos, porque nos impide evadirnos con pensamientos filantrópicos
nebulosos. Ese amor al prójimo no se demuestra, por ejemplo, reclamando al Estado que las residencias de ancianos estén mejor dotadas, sino asumiendo que somos cada uno de nosotros quienes tenemos que cuidar
de nuestros ancianos (o sea, de nuestros padres). Y, para poder encargarnos de ellos como merecen, tendremos que exigir a los gobernantes que hagan lo propio, favoreciendo una vida auténticamente comunitaria que proteja
los vínculos familiares y mejore las condiciones laborales, de tal manera que dispongamos del tiempo necesario para poder cuidar de nuestros padres con justicia y caridad.
La plaga coronavírica que estamos sufriendo es una oportunidad inmejorable para probar que aún somos capaces de amar al prójimo, en lugar de conformarnos con
amar a la Humanidad, como tanto les gusta hacer a los hijos del diablo. Ojalá no la dejemos pasar.
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