Por Gustavo González |
No pasa una semana sin que desde algún sector peronista –sindical, provincial o legislativo– le acerquen la propuesta de ir preparando una corriente interna que reconozca
su liderazgo dentro de la alianza gobernante.
Pero, según el menor o mayor grado de confianza que tenga con quien se lo sugiere, su respuesta varía desde un sonriente “gracias, pero paso” hasta un
cortante “déjense de joder con eso”. A sus colaboradores más estrechos les tiene prohibido hablar del tema.
Y como haría un político que no aspira a una candidatura, pero en especial quien aspire a eso, Alberto pide que miren a otros líderes futuros, como Sergio Massa,
Máximo Kirchner o Axel Kicillof.
No, nadie podría pensar seriamente que, a poco más de cinco meses de estar en el poder, este hombre sería capaz de cometer el suicidio político de lanzar
el albertismo.
El suicidio no sería solamente lanzar una línea interna ahora, sino verbalizar que querrá hacerlo en el futuro.
Relación de fuerzas. Hace un año, pasó de soñar con ser embajador en España a ser el candidato elegido por Cristina para entregarle su caudal de votos
(¿25%, 35%?).
En pocos meses, dejó de ser un ex funcionario traidor para convertirse en rock star del firmamento cristinista. Después sumó al Frente Renovador de Massa, convenció
a los gobernadores de que él no era ella y convenció de lo mismo a un sector de la sociedad. Así llegó a presidente.
Con CFK sola no lo hubiera logrado, y sin ella tampoco.
No se sabe cuántos votos habrá sumado Alberto Fernández a ese frente electoral, aunque seguro que fueron menos de los que aportó su mentora y los suficientes
para hacer la diferencia ganadora.
Así llegó a la Casa Rosada el 10 de diciembre: como pieza central de la alianza de gobierno, pero representante del sector con menor peso territorial y menor caudal de
votos.
Cinco meses después, la pandemia puso en duda si la relación de fuerzas dentro del oficialismo sigue siendo la misma. En principio, ahora las encuestas le atribuyen una
imagen positiva cercana al 80%, casi el doble que la de su vicepresidenta.
Sin embargo, la estructura política que lo llevó adonde está no cambió demasiado. Cristina sigue siendo la referente indiscutida de ese ¿25%, 35%? de
la sociedad, mantiene peso territorial con eje en la provincia de Buenos Aires, y La Cámpora controla cajas y cargos importantes de la administración nacional.
Viejo Alberto/Nuevo Alberto. Con tres años y medio de gestión por delante, en medio de una pandemia inédita, atravesado por una crisis económica sin precedentes
y en plena negociación con los acreedores externos, ¿Alberto Fernández diría que pretende liderar una corriente interna que, en los hechos, debería competir con la que actualmente predomina
y fue el origen de su poder?
La respuesta definitivamente es “no”.
La duda, en todo caso, es si es una negativa táctica o si, de verdad, ya tomó la decisión de cumplir con un solo mandato de gobierno sin siquiera dejar un heredero
que lleve su sello político.
Alguien que compartió con él los años de destierro del kirchnerismo y lo conoce bien, explica: “El viejo Alberto diría lo que dice este Alberto. Nunca
le interesó el protagonismo del líder. Lo que le sale natural es administrar tensiones, contener y componer. Si termina su mandato habiendo manejado dignamente la pandemia, acomodado la deuda, salido de la recesión
y resuelto el problema judicial de Cristina, se dará por satisfecho. La duda es qué pasa en la cabeza de un político que consiga todo eso y tenga una imagen positiva tan alta. Eso no lo sé”.
La opinión coincidente es que el “viejo Alberto” no iría por más, que si por él hubiera sido, con el cargo de embajador en España se daba
por satisfecho, que es cierto que tiene más de la cultura hippie que de las veinte verdades peronistas (como lo reconoció en el reportaje con Jorge Fontevecchia) y que, en ese sentido, el poder lo atrae pero
no lo desvela.
Pero como plantea su antiguo amigo, la duda es si empieza a haber un “nuevo Alberto”. Uno que sienta el impacto psicológico y político de una alta adhesión
social y, eventualmente, la autopercepción de que el país necesita un liderazgo como el suyo y una corriente socialdemócrata (como se definió también en aquel reportaje) con eje en el peronismo
y cuyo relato asuma el clima de época de la moderación y la antigrieta.
Armado. Tampoco hace falta que él arme el albertismo. El albertismo se arma solo.
Está compuesto por la mayoría de los ministros y secretarios de Estado, y una porción importante de los gobernadores peronistas y de las bancadas oficialistas. Y,
como corriente peronista, en la práctica ya tiene una pata fuerte en el sindicalismo que incluye a la cúpula de la CGT, con los hermanos Daer junto a Carlos Acuña, Gerardo Martínez, Andrés
Rodríguez y Armando Cavalieri.
A los últimos tres (que le temen a Cristina más de lo que la aman) se les atribuye haberle explicitado al Presidente la intención de lanzar la pata sindical del
albertismo, que él rechazó una vez más. A ellos se les agrega un aliado táctico, Hugo Moyano, el camionero al que atribuyen un rol importante en esta cuarentena.
Parte de ese apoyo justificaría que, en la que se anticipa como la peor recesión de la historia y con una pobreza en crecimiento, aún no haya una mayor tensión
sindical.
Otra pieza del albertismo es la que surge naturalmente de la relación cotidiana del Presidente con el Papa. De allí el vínculo con ciertos obispos y con los curas
villeros. Sobre todo con el primero de estos sacerdotes que llegó a obispo gracias a Francisco, Gustavo Carrara, con quien pasó la última Navidad.
Gobernaciones, sindicatos e Iglesia suelen ser tres de las corporaciones necesarias para generar una corriente peronista mayoritaria. La cercanía ideológica de estos sectores
con Fernández ya existe, cuente o no con su venia. Son sectores que ven al cristinismo no solo como una desviación del peronismo, sino del propio kirchnerismo.
El día que decidan bautizar sus ideas y ambiciones con el nombre de “albertismo”, también intentarán sumar al peronismo renovador de Massa y al peronismo
federal de Lavagna. Y es probable que, si les llega la hora de dar una lucha interna por el poder, amenacen con sumar a algún gobernador radical y a un hombre clave del macrismo al que ya vienen seduciendo.
Futuro imperfecto. Alberto puede no querer. O puede querer pero decir que no quiere. Incluso puede no saber que sí va a querer mañana. En cualquier caso, él es la
demostración más clara de que uno propone, pero es la historia la que dispone.
La historia es la suma de circunstancias, casualidades y voluntades que lo llevaron a estar donde está. Y es la que definirá dónde va a estar mañana.
© Perfil.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario