Por Carmen Posadas |
Todos hemos sacado lo mejor de nosotros estos días mientras nos esmerábamos en conjugar lo
más civilizadamente posible el verbo ‘convivir’, difícil ya en el mundo previrus y convertido ahora en todo un arte. Pienso que lo hemos hecho bien y que podemos colgarnos varias medallas. La medalla
Robinson Crusoe por sobrevivir con entereza, resiliencia e ingenio a tanto naufragio. La medalla Santo Job por no acogotar a más de uno, desde ciertos políticos que están llegando a unos niveles de inoperancia
e imbecilidad verdaderamente asombrosos hasta ese vecino tan gracioso que un día salió a cantar Nessun dorma y ahora se ha venido arriba convirtiéndose en el (pesadísimo) Andrea Bocelli de las ocho
y media. Se me ocurren otras medallas más heroicas a las que se han hecho acreedores quienes se quedan en casa. Como la que ganan cada día aquellos que conviven con alguien infectado que debe guardar confinamiento
dentro del confinamiento; o las personas de edad que están solas con el miedo y la incertidumbre por toda compañía, así como los que mantienen alto el espíritu en circunstancias personales
y económicas muy precarias. Pero como este artículo aspira a verle el lado bueno al COVID-19 me gustaría hablar de los niños, porque creo que han entrado en el confinamiento de una manera y que
con toda seguridad saldrán de él de otra.
En muchas de estas Pequeñas infamias que nos unen cada semana, les comentaba mi inquietud por cómo los estábamos educando. En el mundo feliz de la prepandemia, los
niños se habían convertido en el centro del universo. El nene decidía dónde se iba de vacaciones y qué se comía en casa. El nene (o la nena, que en esto de las mañas no hay
distingos) hablaba a sus padres como a coleguis, peor aún, como a débiles mentales, mientras que sus progenitores, aquejados por el complejo de creerse padres ausentes, se plegaban a todos sus caprichos. Los
felices niños precoronavirus no sabían lo que era la muerte. O, mejor dicho, pensaban que la muerte era algo que ocurría en las pelis y en los videojuegos, porque en la vida real, por supuesto, no se moría
nadie: para eso estaban sus padres, para ocultarles la cara amarga de la realidad. Si un abuelo o un pariente cercano fallecía se le decía al niño que se había ido «más allá
de las estrellas» o «a vivir con los dioses», nuevos eufemismos para demostrar que uno es supercool y no cree en Dios y demás monsergas. En el mundo Coronavirus, en cambio, las cosas son distintas.
No solo se ha vuelto a rezar, sino que la muerte no es ya esa palabra tabú que no se pronuncia ante los niños. Es una realidad y tiene nombres y apellidos. Se llama Ana, la vecina del sexto; o Juan, el profe
de ‘mates’; o Teresa, la pediatra que nos regalaba un Sugus si no llorábamos cuando nos ponían la vacuna… Se habla mucho de cómo serán estos niños que han vivido la pandemia.
Hay quien opina que arrastrarán un trauma de por vida. Otros piensan que, en especial los adolescentes, saldrán del confinamiento más rebeldes e indómitos que nunca y necesitarán horas de
terapia para centrarse. Yo creo que no. Pienso que serán mejores, más responsables, sobre todo mucho más maduros y fuertes. Como lo fue la generación que se hizo adulta tras la posguerra. Como lo
son los niños del Tercer Mundo, a los que la vida hace crecer a golpe de dolor. Como lo seremos todos cuando acabe esta pesadilla. Porque para otra cosa no servirá el sufrimiento, pero para enseñarle a
uno el tan cacareado e hiperbuscado camino de la felicidad, resulta imbatible.
© XLSemanal
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