Por Isabel Coixet |
La auténtica generosidad
es eminentemente práctica y forzosamente modesta, aunque esto es discutible: mucha gente puede pensar que mientras se ayude, da igual que se pregone a los cuatro vientos. Da igual que a muchos les joda: ahí tenemos
las críticas a las donaciones de grandes empresarios. O el comentario que he oído en innumerables ocasiones cuando personas famosas dan dinero o materiales: siempre habrá quien diga que deberían
donar el doble o el cuádruple. Siempre habrá quien proteste y se queje y enmiende la plana. Siempre.
Estos días, la única arma que hemos tenido para evitar la hecatombe ha sido la solidaridad, la única. ¿Se imaginan qué hubiera podido pasar si todos
los profesionales de la salud, incluyendo al personal de limpieza de hospitales y residencias, se hubieran quedado en su casa, cosa que hubieran podido hacer de pleno derecho? La única barrera entre la amenaza del virus
y nosotros ha sido su dedicación, su arrojo, su valentía, su entrega. Han puesto su vocación de servicio por delante de sus propios intereses e incluso de sus vidas. Muchos han muerto. Muchos estaban retirados,
han regresado al trabajo cuando nadie los obligaba; se han contagiado y han fallecido. Nuestra deuda con ellos es impagable y no se cubre sólo con aplausos, porque lo que han hecho y siguen haciendo va mucho más
allá. Hablo de las enfermeras que han utilizado sus propias tablets para que las familias pudieran ver a los enfermos ingresados y despedirse de ellos. Hablo de las mujeres de la limpieza que han desinfectado tabletas
de chocolate de las máquinas expendedoras para consolar a niños ingresados. Hablo de los doctores con hijos y familias a los que no han podido ver en semanas. Hablo de turnos de catorce horas. De cambiarse de
ropa veinte veces en un día hasta perder la noción del tiempo. Hablo de volver a trabajar en fin de semana porque uno se siente inútil en casa sabiendo que los compañeros están desbordados.
Hablo de miradas generosas que han acompañado a enfermos hasta la muerte, cuando ya lo único que importa no es el abrazo o la caricia o la palabra, es simplemente estar ahí. Ahí.
No olvidemos algo fundamental: es un sistema sanitario público diezmado a propósito por políticos deleznables al servicio de intereses privados el que ha forzado
al sacrificio de estos hombres y mujeres. Lo mejor que podemos hacer por ellos es no olvidarlo y exigir responsabilidades. No lo olvidemos cuando se enfríen los aplausos, no lo olvidemos.
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