Por Héctor M. Guyot
A lo largo de su historia, el kirchnerismo no ha tenido ningún reparo en usar lo que tuviera a mano para alcanzar su objetivo, es decir, saciar la sed de poder y dinero de sus
líderes. En ese uso espurio, ha bastardeado las mejores causas, entre ellas los derechos humanos, la solidaridad bien entendida y la posibilidad de una izquierda republicana. Sería necio esperar que en esta nueva
encarnación haya cambiado.
El fanatismo no conoce matices y lo ve todo desde una única perspectiva: su vocación hegemónica. La pandemia ha detenido el mundo, pero no ha podido hacer nada para refrenar
la pulsión que ha signado la trayectoria de Cristina Kirchner. Hoy, la vicepresidenta aprovecha la delicadísima prueba que enfrenta el país para mover sus fichas.
Parece mentira: el coronavirus plantea a la humanidad urgencias y dilemas enormes, exige la tarea de coordinar esfuerzos para mitigar el sufrimiento y suscita debates capaces de cambiar
paradigmas que hasta hace poco se consideraban sólidos, pero en nuestro país aflora la sensación de que estamos chapoteando en el mismo barro de siempre. La perspectiva trascendente que ofrece un desafío
planetario como la pandemia, en el que podemos sentirnos todos parte de un mismo destino, queda reducida aquí al provincianismo de nuestras miserias. Es lo que nos toca. O lo que supimos conseguir. Y más vale
que lo enfrentemos: el virus no transformará los pecados en virtudes, pero sí puede hacer que esas prácticas con las que los compañeros asaltan las instituciones y siembran la división multipliquen
su poder de daño.
Además de las jugadas de la vicepresidenta, durante esta semana quedaron expuestas, una vez más, las contradicciones del Presidente. Alberto Fernández venía
exhibiendo una defensa firme de la cuarentena con buenos resultados. Luego de extender el aislamiento, sorprendió con el permiso para salidas recreativas, una decisión no consensuada que resultó un disparo
en el pie. Rodríguez Larreta, Kicillof y otros gobernadores se negaron a implementarlo. Además de desautorizar al Presidente, la negativa puso de manifiesto que la coordinación alcanzada hasta ese momento
en el combate contra la pandemia se había evaporado. Para peor, ese permiso parecía contradecir las ideas de Fernández, al menos aquellas que había defendido con razonabilidad hasta allí
y habían mantenido a la gente en sus casas. Este mensaje tan equívoco seguro llevó más gente a las calles.
No sabemos qué piensa Fernández. Solo tenemos lo que dice y eso no es gran cosa, porque no suele decir lo que piensa. Parece un político sin más convicciones
que las que le van dictando, día a día, las encuestas o la más pura necesidad. La liberación indiscriminada de presos impulsada desde el oficialismo lo volvió a mostrar como un presidente
que se inclina ante los deseos de su vicepresidenta, quien replegada en el Senado ejecuta sus decisiones a través de su incondicional e ideologizada tropa.
Desde el secretario de Derechos Humanos, el camporista Horacio Pietragalla, hasta Raúl Zaffaroni, todos los que desde dentro o fuera del Gobierno han impulsado el festival de
liberaciones son jugadores de Cristina Kirchner. Y esto incluye al segundo del Ministerio de Justicia, Juan Martín Mena, y al presidente de la Comisión Provincial de la Memoria, Cipriano García, que arengó
la suelta llamando a los presos "compañeros prolibertad". Un entramado mafioso de barras y jueces de firma express hizo su parte. La movida produjo hasta ahora más de 2200 liberaciones solo en la provincia
de Buenos Aires. La secuencia había empezado con una excarcelación indefendible: la de Amado Boudou.
Primero, el Presidente se hizo el distraído y dejó hacer. Luego se vio forzado a hablar y apeló a un clásico del kirchnerismo: usar buenas razones para encubrir
las peores acciones. Además, culpó a los medios. Por supuesto, se debe poner a resguardo a los presos en riesgo, pero nada justifica convertir esta tarea en una gesta que acaba liberando violadores, asesinos
y narcotraficantes. Ante el malestar social por los hechos consumados, que se cristalizó en el fuerte cacerolazo del jueves, Fernández reaccionó. No con hechos, sino con su discurso, siempre maleable a
lo que dictan su segunda en el Gobierno y las encuestas. ¿Qué pasará cuando la distancia entre la voluntad de Cristina y la opinión pública se acreciente aún más? ¿Será
acaso la oportunidad para que el Presidente muestre alguna convicción propia?
La acción de las cacerolas y de la oposición es crucial para exigirle a Fernández que no desbarranque. En la versión anterior del kirchnerismo, la reacción
crítica de la opinión pública llegó tarde, cuando el virus del autoritarismo y la cleptocracia se había expandido por el Estado y había contaminado de odio a la sociedad. Aquella vez,
el virus casi termina por dar muerte a la República. Eso, recordémoslo, no nos ha vuelto necesariamente inmunes.
© La Nación
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