Por Javier Marías |
Se encontraba bien, pero lo noté
mohíno. Ese día se cumplían 40 de la muerte de Hitchcock, y lo habían sulfurado los artículos que había leído con motivo de la conmemoración. Empezó a explicarme,
y en un momento me entró la risa. “No, yo no me río”, me respondió serio como un cinéfilo. “Pero cómo no voy a reírme, con lo que me cuentas”, le dije, y al
cabo de un rato logré que se riera él también. Tuve curiosidad, y busqué las piezas en cuestión. Una, en un diario nacional, la firmaba un idiota con cuyo nombre de persa me hago el firme
propósito de no cruzarme más. Se titulaba “El enfermo sexual y torturador de mujeres que transformó su depravación en arte”. Creí haberme equivocado, y que la cosa versaba sobre
Jack el Destripador o Alfredo Astiz, “El Ángel Rubio” argentino que durante la dictadura militar torturó o mató a bastantes, incluidas dos monjas francesas. Pero no, se refería a Hitchcock,
en efecto; ni siquiera “torturador de actrices”; no, “de mujeres” en general.
El falso persa se apoyaba en dos biografías del genio, una de un novelista inglés y otra de un teólogo americano. Se creía a pie juntillas la afirmación
del primero —eso fue lo que me provocó la carcajada con Gasset— de que Hitchcock sólo echó un polvo en su vida con su mujer Alma Reville, fruto del cual nació su hija, la muy simpática
Patricia que apareció en películas de su padre. A fe mía que debían ser fértiles, él y Reville, si se quedaron embarazados de una sola vez excepcional. Uno se queda atónito
ante las conclusiones de Ackroyd: ¿cómo pudo saber eso? Aunque sólo fuera por edad, él no estuvo presente, las 24 horas, durante el medio siglo de matrimonio Hitchcock-Reville. También, por
supuesto (¿y quién no?), el director inglés fue siempre “un homosexual reprimido”, y su educación católica “le hizo desarrollar un buen número de depravaciones”,
entre ellas “el narcisismo” de aparecer un segundo en sus obras (está visto que ya no se entienden las bromas) y otras más graves que lo indujeron a destruir a las actrices rubias con las que no podía
acostarse. Según el biógrafo teólogo Spoto, la escena de la ducha en Psicosis fue la manera de descargar su furia contra Grace Kelly, “en forma de cuchilladas” y por intérprete interpuesta, Janet Leigh. Capítulo aparte merece su trato vandálico a Tippi
Hedren, que no puedo suscribir ni negar, pero del que se sabe, más que nada, por los testimonios de ella… cuando Hitchcock ya no podía refutarlos; y a la que en todo caso nadie recordaría de no haber protagonizado Los pájaros y Marnie, la ladrona.
En otro diario nacional, se lo llama “foca mofletuda” y se supone que una de sus frustraciones fue no tener la pinta de Cary Grant. Frustración que seguramente
compartimos el crítico, yo y la mayor parte de la humanidad masculina. Al menos esta pieza hablaba con admiración sincera de su inigualable talento y de su cine. La del persa de tebeo, en absoluto. Llevamos mucho
asistiendo a una extraña venganza retroactiva contra Hitchcock en particular (contra los demás “ofensivos” genios del pasado, también). Un prócer de las letras escribió
desdeñosamente que al cabo del tiempo a Hitchcock se le veían los trucos, no como a Billy Wilder. Sería lo natural: no sólo han transcurrido más de seis décadas desde sus mayores obras
maestras, copiadas hasta la saciedad; es que casi todos las vemos una y otra vez sin cansarnos y encontrando siempre algo nuevo. De hecho Movistar+, la cadena superfeminista, ofrece sin cesar El hombre que sabía demasiado, Vértigo, La ventana indiscreta, Con la muerte en los talones, Rebeca, Extraños en un tren y muchas más, todas del torturador de mujeres y depravado y sádico radical. Lejos de mostrar agradecimiento
por su cine profundo, apasionante, divertido e inagotable, el mundo se dedica a denigrar al autor y quizá a difamarlo. Tuve el masoquismo de tragarme dos bodrios que lo retrataban, uno con un grotesco Anthony Hopkins
en el papel, el otro con un homínido sin nariz, más ridículo aún. En ambos se lo pintaba como a un déspota idiota, y la “genio” era Alma Reville. Mi hermano Miguel Marías,
cuya paciencia cinematográfica es legendaria, vio un ciclo en honor de Mrs Hitchcock en un festival, con guiones suyos para otros cineastas. Eran cintas pasables sin más, me dijo, así que a lo mejor sí
tuvo algo que ver, su inapetente marido, en que fueran tan buenos los que escribió o revisó para él.
No lo ve así nuestra rencorosa contemporaneidad, a la que sólo interesan los venenosos cotilleos póstumos y la reprobación del comportamiento personal
de los artistas. Si los conmemoramos, no es nunca por su santidad ni por lo contrario, sino por lo que filmaron, escribieron o pintaron. Para los incontables mezquinos y chismosos de ahora, sin embargo, eso es algo secundario
y lo de menos.
© El País Semanal
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