Por Javier Marías |
No sé cómo será el mundo cuando el coronavirus sea sólo un mal recuerdo, y especular al respecto me parece ocioso, meras conjeturas que el tiempo se encargará
de borrar. Sin embargo, a juzgar por el comportamiento de muchos mientras dura la epidemia, lo que me salta a la vista es un elevado grado de envilecimiento. Elevado, no extremo, salvo excepciones. Hay una porción de
la sociedad, desde luego, que no sólo está libre de eso, sino que raya en la abnegación: gente poco o nada conocida y por lo general sin voz: sanitarios, farmacéuticos, transportistas, repartidores,
agricultores, panaderos, cajeras y cuantos deseen añadir. Han sostenido el edificio, han impedido su derrumbamiento.
En cambio, hay demasiados (con voz) a los que resulta evidente que los enfermos y muertos les importan poco. (No se fíen de sus declaraciones: cuanto más presume alguien
públicamente de salir al balcón a aplaudir a las 8, menos me lo creo. Me creo que salga, sí, pero sospecho que lo hace sólo para quedar bien, presumir al contarlo y colgarse una absurda medalla
a la “solidaridad”. Quien aplaude de corazón no lo proclama; se lo calla y ya está.) Trump es el paradigma: lo único que le preocupa es que, si la economía va mal (y por fuerza irá
mal), pierda su reelección. Con tal de evitarlo, está dispuesto a enviar a cientos de miles de compatriotas al matadero, propugnando una criminal y alocada vuelta a la actividad. Al demente Bolsonaro hay que
ingresarlo en clínica aparte (¿tendrá un instinto de “limpieza azarosa étnica”?), porque sobre él ni siquiera se cierne una inminente votación. En España, la actuación
de casi todos los partidos denota envilecimiento (bueno, algunos eran ya viles antes de la emergencia). El PP y Vox han aprovechado la coyuntura para hostigar y torpedear al Gobierno, con razón o sin ella, nunca para
colaborar. A la pobre Díaz Ayuso (la llamo “pobre” porque me parece una marioneta que será descuajeringada) se la ha convencido de ser “la Résistance”, y no sabe más que soltar mandobles sin ton ni son. En cuanto a los independentistas catalanes, sólo han visto una ocasión
de atacar al “Estado español” y aferrarse a sus sillones y nutridas bolsas. Claro que el Gobierno PSOE-UP no se lo ha puesto fácil a nadie para arrimar el hombro: no consulta, no respeta, dicta, tergiversa,
y ha sacado provecho de las excepcionales circunstancias para colar medidas ideológicas y demagógicas que nada tenían que ver con la enfermedad. Anuncia, cuando escribo, una subida de impuestos a las “grandes
fortunas”, como si éstas no pagaran ya, la mayoría, en torno al 50% de sus ganancias, y como preámbulo de una subida general: tras las “grandes” vendrán las “medianas”
y luego las demás. Podemos sólo concibe la política como confiscación, expropiación y prohibición, y el Gobierno cree ilusamente que su tercera autoridad puede desdoblarse y ser como
Jekyll y Hyde, unos ratos Vicepresidente y otros ratos activista (en éstos es igual que Trump: cuando se le formula una pregunta incómoda, no contesta e insulta al formulador). No es así. Si se ejerce
un cargo importante, se es ese cargo a todas horas, en público y en privado, y cuanto salga de su boca o de su pulgar es atribuible al Gobierno en pleno. Más aún si éste no lo desautoriza ni se
desmarca de él.
Pero no son sólo los políticos. Demasiados están arrimando el ascua a su sardina, con nulo interés real por los enfermos y muertos. En Barcelona, los prepotentes
ciclistas, bajo el empuje fanático de Colau, han conseguido hacer obras durante el confinamiento para ampliar sus carriles, pintados de amarillo, cómo no. Los animalistas han decidido que el coronavirus nos lo ha traído nuestro censurable trato a las “personas no humanas”,
y vaticinan “traumas” para jabalíes, serpientes y lobos cuando nos vean regresar a las calles. Las feministas obtusas (las hay agudas, pero van perdiendo) han dictaminado que el Covid-19 es “machista”
porque ha implantado un lenguaje “testosterónico” (ya saben, los memos que hablan de guerra y enemigos), y ha desplazado “el principal tema de nuestra época”, que no era otro que el del
feminismo obtuso. Los consternados por el planeta —con razón— se han entregado a delirios que culpan de lo que nos ocurre a la contaminación y demás, cuando se trata de una plaga más,
como las que hubo en el siglo XIV, cuando el aire estaba limpísimo, no existían motores ni fábricas y la naturaleza exuberaba. A todos estos les trae sin cuidado la salud y la vida de sus semejantes. En
la desdicha sólo han visto una buena oportunidad para seguir cada cual con su objetivo o su obsesión, y afianzarlos. Menor en comparación con otras, sin duda; pero devorar como termitas en medio de una
calamidad no deja de ser una forma de envilecimiento. Y si nada ha cambiado durante, no veo por qué habría de cambiar después.
© El País Semanal
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