Por Gustavo González |
Los primeros hablan de las ventajas de la aplicación temprana de la cuarentena cuando piensan eso. Los segundos hablan de los perjuicios de la cuarentena cuando piensan lo contrario.
Unos hablan de salud y los otros, de economía, pero están hablando de lo mismo: el costo en vidas generado por la primera pandemia verdaderamente global de la historia.
La realidad. Es cierto que el hecho de que los economistas vean un futuro negro abre una luz de esperanza en función de sus yerros del pasado. Sin embargo, existen elementos para
creer que, esta vez sí, acierten con sus pronósticos. Motivos sobran.
Esta semana concluyó el último estudio del Observatorio de la Deuda Social, tradicional termómetro de la pobreza en la Argentina. Las consecuencias de la cuarentena
(o de la pandemia, como prefiere Alberto Fernández) en la Ciudad de Buenos Aires y en treinta partidos del Conurbano son apabullantes.
El 8,9% de los ocupados perdió su empleo desde que comenzó el aislamiento obligatorio y el 39,3% está suspendido o debió dejar de trabajar. En los hogares
pobres, el 15,4% se quedó sin empleo y el 52,8% está suspendido. También está suspendido o dejó de trabajar el 44,4% de los socios o empleadores. El 19,8% de los ocupados no tuvo ingresos
durante la cuarentena y el 44,2% tuvo menos ingresos. Entre los pobres, los que no tuvieron ingresos fueron el 25,1%, mientras que el 50,5% cobró menos.
El trabajo virtual es estrella mediática del momento, pero este estudio señala que solo el 26,8% de los empleados pudo trabajar a distancia. En los hogares pobres del Conurbano
lo hizo solo el 6,4%.
El gobierno nacional maneja sus propios números y no son mejores. Un informe elaborado este mes en el Ministerio de la Producción señala la gravedad de la caída
de la industria en plena cuarentena La siderúrgica llegó a caer el 74,6% y la automotriz, el 100%. La facturación de maquinarias y equipos disminuyó un 59%; en los hoteles, un 75%; y en los comercios
pymes, un 57,6%.
La demanda de electricidad en las empresas productoras de materiales para la construcción se derrumbó un 93,7%; en la industria metálica, un 80,9%; y en las textiles,
un 84%.
“Todo indica que los cuarenta días comprendidos entre el 20 de marzo y fines de abril fueron el piso de la actividad económica”, concluye el dossier que se
lee en los despachos oficiales.
El miedo. Si el país ya venía de dos años de recesión (cinco de los últimos ocho fueron así) y no había indicios claros de que se saldría
pronto de ella antes de la cuarentena, 73 días después de iniciada la que podría ser la mayor cuarentena del mundo, las oscuras perspectivas de los economistas tienen entonces su razón de ser.
La cuarentena no es solo la única barrera segura para frenar los contagios, es la representación del miedo global. El miedo a un virus desconocido es la otra pandemia inédita
de la historia. La economía está infectada por el cierre generado por la cuarentena, pero también por el miedo al futuro. Y este miedo está afectando la economía de todos los países,
incluso de aquellos que no apelaron a una cuarentena férrea.
No hay salvación individual mientras el mundo esté paralizado de miedo. El terror mata al consumo y no hay capitalismo sin consumo.
La esperanza. Es posible que nuestra temprana y extensa cuarentena haya sido el mejor remedio para limitar al máximo el número de víctimas fatales del coronavirus.
Y es posible que también sea la que produzca un importante número de víctimas fatales por la destrucción económica que inevitablemente genera.
Cuando el Presidente asegura que prefiere salvar miles de vidas hoy ya que de la economía es posible recuperarse, niega lo que ya se sabe, que la economía también
mata.
Repetir esa certeza como si fuera una verdad científica puede ser una estrategia de contención social, pero también puede ser una genuina necesidad de apelación
mágica: quizá Dios, la suerte, la ciencia, las circunstancias internacionales, logren que esta vez la pobreza no genere víctimas fatales como siempre ocurrió.
Se trata de un desafío ético, pero también de una necesidad humana llamada esperanza.
La ética. Lo que hizo Alberto Fernández y convalidó cada gobernador oficialista u opositor es lo que los gobernantes del mundo hicieron o creen que tendrían
que haber hecho. Las alternativas anticuarentena como las de Trump, Bolsonaro, López Obrador o Boris Johnson al principio, no tienen consenso internacional ni tampoco dentro de cada sociedad.
Le ética mayoritaria en Occidente no nos permite condenar hoy a nuestros mayores por más que existieran cálculos exactos que nos indicaran que de esta forma estamos
hipotecando el futuro de nuestros jóvenes o incluso puedan morir más personas.
Este es el verdadero dilema ético que elegimos no debatir porque es lacerante.
Es el dilema del tranvía: ¿matarías a uno para salvar a cinco? Su autora es Philippa Foot, una de las pioneras de la llamada ética de la virtud. Se trata del
dilema del conductor de un tranvía sin control que si no hace nada y continúa por la vía prevista, matará a cinco hombres que trabajan sobre esa vía, pero si decide girar la palanca y cambiar
de vía, su decisión ocasionará la muerte de una persona. ¿Qué hacer? ¿Dejar que todo siga su curso sabiendo que morirán más o asumir la responsabilidad de matar a una?
Otra filósofa, Judith Thompson, volvió más tortuoso el problema y amplió el dilema del tranvía al de “¿empujarías al hombre gordo?”.
Parte de la misma hipótesis de un tranvía fuera de control, pero ahora quien tiene en sus manos decidir sobre la vida de los demás es una persona que está
sobre un puente y comprende que si el conductor no hace algo arrollará a los cinco trabajadores. Esa persona tiene a su lado a un hombre lo suficientemente gordo como para frenar el tren si lo arroja a las vías.
Si fueras esa persona, ¿empujarías a ese hombre para salvar a los demás?
Casi en el 90% de los estudios, la respuesta es que no lo haría.
No existe. A diferencia de esos estudios de laboratorio social, en el caso del coronavirus no existirá un cálculo exacto de cuántos terminarán muriendo por
la enfermedad y cuántos por el remedio usado para controlarla.
Los gobernantes argentinos hicieron lo que indica el consenso ético internacional, lo que recomendaban los infectólogos y lo que pedía y pide la sociedad según
las encuestas.
Y es probable que se haya hecho lo correcto. Pero lamentablemente no lo sabemos.
Lo que sí sabemos es que no aceptaríamos arrojar hoy a las vías a miles de adultos mayores aun cuando nos garantizaran que su sacrificio mañana salvaría
a muchas más vidas.
Pero este es un dilema tan doloroso e irresoluble que elegimos creer que no existe.
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