Por Sergio Suppo
Un año después de la bendición política más significativa desde que en 1972 Juan Perón ungiera a Héctor Cámpora , Alberto Fernández
todavía despierta las expectativas contrapuestas de los enigmas irresueltos. El presidente que eligió Cristina Kirchner mantiene su marca de origen, disfruta en el presente de un masivo como pasajero reconocimiento
por su manejo de la pandemia y busca, pero no encuentra, una respuesta a la descomunal crisis económica y social que sobrevivirá a la crisis sanitaria.
El punto de partida lo igualó con Cámpora, imaginado por Perón para regresar él mismo al poder apenas unas semanas después. Fernández no ha
podido desprenderse de ese estigma, aunque su mandato no está sofocado por aquellas urgencias. Es, en cualquier caso, una ironía poco original que Fernández pueda ser a La Cámpora lo que significó
Cámpora a Perón.
Sin embargo, tras medio año en la presidencia, Fernández todavía abre ilusiones en rincones enfrentados. Cristina lo pretende un facilitador de su impunidad y los
herederos de la expresidenta esperan que Fernández sea un puente por el que cruzarán hacia la presidencia. Hay matices que colorean esos dos grandes planes convergentes, cuyo final feliz (para sus protagonistas)
consistiría en consolidar a la vicepresidenta como líder y estratega de un gran proyecto de hegemonía y a su hijo Máximo Kirchner o al gobernador Axel Kicillof como sucesor de Fernández.
Los pasos de Cristina y su gente están a la vista y transcurren en medio del silencio del resto de los aliados que llevaron a Fernández a la presidencia. No hay entre los
gobernadores peronistas ninguno que haya expuesto desafío ni freno. Sergio Massa hace leves toques diferenciales, pero está muy lejos en posibilidad y deseo de volver a dar otro salto como el que en 2013 hizo
un grave daño al kirchnerismo. En el conurbano, los intendentes conviven, inquietos, con el avance de La Cámpora sin atinar a enfrentarla, sino a acrecentar sus negocios conjuntos. En los gremios, los viejos
equilibristas están atentos a cuidar sus ancestrales posiciones de negociadores con el poder de turno.
Estas cuatro vertientes del peronismo simulan estar dormidas, empeñadas en cuidar sus lugares, aunque sepan que el kirchnerismo los tiene en cuenta para sacarlos de la cancha
apenas pueda. En ese peronismo hubo quienes votaron a Fernández en la creencia de que representaba un cambio de rumbo respecto de Mauricio Macri, pero también la posibilidad de terminar con el liderazgo de Cristina.
En el colmo de la ingenuidad, también están los que, habiendo votado por la reelección de Macri, pretenden que Fernández se convierta otra vez en enemigo
de Cristina. Lo fue hasta que resolvió cambiar y volver a ser su operador privilegiado. Es Fernández el que resolvió, antes que ninguno, indultarla de sus pecados políticos y de los actos de corrupción
por los que es investigada.
Lo diferencia por ahora su estilo conciliador, que abre una grieta política respecto del kirchnerismo. Pero Fernández parece no estar decidido a construir nada a partir
de esa característica significativa.
La hipótesis de un cambio de jefatura política en medio de un gobierno peronista empezó a borrarse desde el primer día del mandato de Fernández. Si
finalmente el Presidente decidiese pugnar por el liderazgo sería una gran sorpresa.
Está a la vista. Fernández no solo habilita los pasos del kirchnerismo para colonizar la Justicia y revertir los procesos que tienen a Cristina como principal acusada.
También acepta en silencio que, semana tras semana, los muchachos de La Cámpora lo corran por izquierda con proyectos y propuestas económicas que desafían su supuesta moderación.
En algún momento no tan lejano, a Fernández ya no le bastará con decirle a cada quien lo que quiere escuchar de él. Será después de la pandemia,
cuando tenga que elegir entre servir de puente al kirchnerismo o establecer el punto de partida para un nuevo poder.
© La Nación
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