Por Almudena Grandes |
¡Hay que ver, Almu, con lo mala que eras tú en manualidades! Eso escribió mi hermano Manuel cuando colgué la foto de mi mascarilla casera en el chat familiar.
A pesar de lo gratificante que me resultó su admiración, y de que representa el mayor éxito de mi existencia en materia manufacturera, no he tenido que fabricar ninguna más. Dos días después
de aquella hazaña, mi marido me regaló una buena, con válvula y todo, que le habían entregado en el trabajo. Debe de ser una mascarilla de pintor, o de exterminador, porque cuando me la pongo parezco
una actriz secundaria en una versión cutre de Cazafantasmas. Es incomodísima, pero no me quejo. He llegado a percibir, incluso, que algunos transeúntes con los que me cruzo
a más de un metro y medio la miran con envidia. Tampoco importa mucho, porque salgo muy poco a la calle.
Como profeta, he resultado regular. Quince días después estamos en la misma situación, pero ese era un pronóstico tan fácil que no cuenta. Les
confieso a cambio que estoy mucho más acostumbrada a no pisar la calle que cansada de estar en casa. Esa es la verdad, aunque a mí misma me parece asombrosa. Quince días después de mi último
artículo, las cosas han cambiado bastante en mi vida. Sigo echando muchísimo de menos a mis hijos, pero también me he acostumbrado a mantener el contacto por todas las vías posibles que permite
un teléfono móvil. Estoy segura de que ellos piensan que soy una pesada, pero no me importa. Pienso seguir siendo una pesada hasta el final.
Por lo demás, continúo haciendo ejercicio todos los días, aunque he cambiado de técnica. No he abandonado la comba, pero ahora me dedico sobre todo a
andar, igual que antes. ¿Cómo ha sido posible? Gracias a un invento maravilloso, que existe desde hace un porrón de tiempo pero en el que yo no reparé hasta hace más o menos 10 días.
Supongo que les costará trabajo creerlo, pero en el comienzo de mi reclusión ni siquiera me acordé de que existían los podcasts. ¡Oh, qué maravilla! Todas las tardes, entre mi primera sesión de lectura diaria y el aplauso, me pongo unos auriculares, los conecto al móvil
y selecciono un programa que dure una hora. Le doy al play y, hasta que termina, recorro una y otra vez los dos pasillos de mi casa. Como vivo en un dúplex,
mi modesto circuito incluye subir y bajar escaleras en cada vuelta. No les voy a engañar. No es tan bueno como andar por la calle. El podcast no me deja pensar en nada, pero me mantiene alejada del aburrimiento mientras recorro una y otra vez un paisaje monótono como ninguno. Lo mejor, con todo y sin
embargo, siguen siendo los libros.
Estoy batiendo el récord que establecí en un remoto verano de mi adolescencia, cuando decidí que mis amigos eran aburridos y que no me apetecía salir.
Después de tantos años, he recuperado aquel frenesí de liquidarme una novela en dos días, en uno si es corta. ¡Qué gusto! Aunque podría hacerlo incluso mejor si el estado de confinamiento
no me hubiera privado de mi bien más precioso, el más valioso de mis patrimonios: mi asistenta.
Me gusta cocinar, pero odio limpiar, y ni siquiera porque esa tarea me desagrade en sí, sino por la cantidad de tiempo que consume. No existe un trabajo más ingrato
que el de las amas de casa, Sísifos domésticas encadenadas a una tarea efímera, que se destruye inmediatamente después de ser construida. Cuando voy al mercado pierdo tanto tiempo del que necesitaría
para mejorar mi tasa de consumo de páginas impresas, que compro para toda la semana. Sólo un instante de cada día me reconcilia con mi destino. Después de desayunar, abro balcones y ventanas para
hacer corriente. Cuando los cierro, el aire de mi casa ha adquirido una calidad casi crujiente, limpia, deliciosa. Con eso me conformo.
Dentro de 15 días volveré a contarles cómo estoy, cómo estamos. Seguiremos igual pero con suerte, ojalá, quizás podamos distinguir ya un punto
de luz al otro lado del túnel.
© El País Semanal
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