Por Fernando Laborda
En menos de una semana los hechos parecieron dar cuenta de que no volvieron mejores. Tanto la inoperancia y la insensatez que provocaron, en plena cuarentena, que cientos de miles de
jubilados se agolparan el viernes pasado frente a los bancos, como la corrupción que deja traslucir la compra masiva de alimentos por el Estado a valores muy superiores a los precios máximos fijados por el propio
Gobierno, resultaron demostrativas de las dificultades de Alberto Fernández para justificar que su administración está al margen de los vicios que signaron a las gestiones que lo precedieron.
Ambos escándalos derivaron en otro igualmente grave: que el presidente de la Nación terminara protegiendo hasta ahora a los responsables, pese a que sus voceros se preocuparan
en todo momento por dejar trascender que estaba muy enojado frente a lo sucedido.
Nadie hasta ahora se ha hecho responsable de haber arrojado a la calle al grupo más vulnerable y débil de la población, en medio de la pandemia del coronavirus.
Un dato insólito en lo que el propio jefe del Estado calificó como un " gobierno de científicos ". Ni nadie se hizo responsable de haber despilfarrado, con tantas personas en la calle al mismo
tiempo, parte del esfuerzo que a lo largo de prácticamente dos semanas venía haciendo la inmensa mayoría de la sociedad argentina permaneciendo en sus casas, y de la valorable tarea de no pocos funcionarios
y profesionales de la salud que están luchando a brazo partido para evitar la expansión del virus.
Nada costaba establecer un cronograma de fechas para que los jubilados y los beneficiarios de la AUH pudieran acercarse a cobrar a las entidades bancarias en distintos días, en
función del número de terminación de su documento de identidad, como se llevó a cabo efectivamente después de ese viernes negro. Pero nadie se hizo cargo públicamente de sus graves
equivocaciones. Fue mucho más que un simple error de comunicación, como pareció sugerir Alberto Fernández un día más tarde. Fue una injustificable torpeza que pudo causar un genocidio
por inoperancia e imprevisión.
Ninguna explicación sensata se escuchó ayer luego de que el periodista de La Nación Diego Cabot destapara el escándalo derivado de las millonarias compras de aceite, fideos, azúcar y lentejas, sin licitación pública y
a precios mucho mayores a los que el propio Gobierno difunde en sus listados de precios máximos.
La simple explicación del ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo, en el sentido de que el Gobierno solicitó rebajas a los proveedores, pero éstos no accedieron
al pedido y, ante la situación de emergencia, se decidió avanzar con la compra, no termina de convencer ni a propios ni a extraños. Llama también la atención que un funcionario de un Gobierno
que se jacta de poner en caja a los empresarios que se "avivan" con los precios admita que "los proveedores se plantaron". Como si no hubiera más proveedores del Estado a los cuales pedirles un presupuesto.
Ni siquiera la eventual urgencia por adquirir alimentos permite entender que se pagara por paquetes de un kilo de azúcar al por mayor un 50% más que el precio de góndola
de un paquete, o hasta un 86% más que el precio máximo minorista por 500 gramos de lentejas.
En momentos en que el propio Alberto Fernández anunciaba un polémico decreto de necesidad y urgencia para modificar la ley de defensa de la competencia y facultar a los
intendentes a vigilar su estricto cumplimiento en los comercios de cercanía de sus respectivos distritos, ¿con qué autoridad podría el Gobierno velar por el respeto de los precios máximos cuando
se ha ocupado de convalidar precios exorbitantes en las compras que hace el Estado a sus proveedores?
No menos llamativo resulta que la gran mayoría de las empresas beneficiarias de la compra del Estado fueran distribuidoras o intermediarias y no productoras de los alimentos requeridos.
Y que, de acuerdo con informaciones periodísticas, algunas de esas compañías, si bien tienen distintas razones sociales, compartirían idénticos domicilios y socios en común.
Más allá de la necesidad de una explicación coherente en la que se determinen claramente las responsabilidades de los funcionarios que le hicieron perder mucho al
Estado en momentos de serias penurias financieras y de emergencia sanitaria, será indispensable revisar el sistema de compras del Estado para dotarlo de eficiencia. Y, al mismo tiempo, será menester evitar que
las situaciones de emergencia no sean utilizadas para el desarrollo de un estado de excepción propicio para los negociados corruptos y el enriquecimiento ilícito de algunos.
Es mucho lo que falta para que Alberto Fernández y no pocos de sus colaboradores puedan demostrar que, como lo ha expresado el Presidente, volvieron mejores.
© La Nación
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