Por Roberto García |
El centro de la escena lo ocupan las dos pandemias más famosas, ambas disolventes y autónomas, que ofrecen una singularidad: si se combate a una no se puede lidiar con la otra.
Esa separación excluyente hasta habilitó slogans ramplones
como “estoy con la vida, no con la economía”, colgándole la culpabilidad de la muerte a la ciencia que debe crear riqueza.
Por si no alcanzara este dicotómico estándar, una masa de lelos le añadió contenido ideológico a la confrontación. Dicen: la derecha, léase
Bolsonaro o Trump, prefiere atender la economía, protegerla, sin importarle los cadáveres a contar, copiando a aquel militar franquista que pregonaba “Viva la muerte” (Millán Astray). Como
si los ricos no murieran en el ejercicio de esa política.
Falsa, entonces, la imputación: hay líderes de izquierda, de España (Sánchez) a Nicaragua (Ortega), que también han sembrado de calaveras su territorio con el propósito de que la gente no pierda el trabajo ni se hunda la producción. También la derecha opera su
burdo refranero recordando la necesidad de cuidar la economía con esmero ya que un siglo atrás murió más gente de hambre que por efecto del virus que provocó la Gripe Española. (Aquella
pandemia liquidó a más de 40 millones de almas en el mundo, mientras Argentina y Uruguay lograron contener el daño a niveles mínimos, pues Yrigoyen y Batlle Ordóñez decidieron alojar en el hotel de inmigrantes a todos los viajeros recién llegados y, luego de una cuarentena, si seguían con fiebre se los recluía tristemente en el Lazareto. Podría decirse que, a cien años de distancia, la medicina no progresó en ese aspecto
y sigue atada a métodos tradicionales, como lo demuestran Fernández-González García y su equipo de especialistas).
Inevitable. Pero hay una tercera pandemia en la que poco se repara y de inevitable llegada: el trastorno mental
que, hasta ahora, no se contabiliza como los muertos, los internados en terapia intensiva, la cantidad de respiradores y el número de infectados o de testeos, esa programación abrumadora de casos individuales
que hace perder–en general– la perspectiva global de la plaga.
Basta un dato para entender el fenómeno. Consideran los expertos que entre el 18% y el 20% de la población mundial, en períodos normales, padece complicaciones de ansiedad, estrés, angustia, miedo, fobias. Cientos de millones de
personas, un número que se encubre por otras urgencias más primarias. Tampoco ahora, con la vigencia de las otras dos pandemias, se rescata el explosivo crecimiento de esta tercera desgracia, oculta, cuyo costo
social resulta más difícil de predecir por los matemáticos que la cantidad de muertos por parte de la crisis del virus. De ahí que especialistas en neurociencia, aparte de otros equipos médicos
en el mundo, también consultados por el Gobierno, han comenzado a reunirse y posiblemente la semana próxima comiencen a emitir consejos o comunicados para neutralizar, enderezar o contener este alarmante porcentaje que produce el encierro preventivo y, particularmente, obligado (en un país donde la demanda por nuevos derechos se había
establecido como pauta cultural, novedosa y exigente). Si la cifra por alteraciones mentales oscilaba en el orden del 20% en tiempos de normalidad, ahora el cálculo de afectados trepó a un escalofriante número:
varía del 80% al 90%. En este caso, la curva y el pico parecen irrefrenables, se hacen agudos y crónicos, se dispararon en silencio, sin prevención, al revés de los dudosos cálculos oficiales
sobre el crecimiento del coronavirus como peste contagiosa (recordar en boca de funcionarios que hace más de un mes advertían sobre miles de víctimas fatales con escasa cobertura estadística
al respecto).
Ya se advierte consenso entre distintos países para dedicarse a tratar esta costosa pandemia oculta, a partir de soluciones o consejos elementales como la exitosa réplica
en los países desarrollados –en el caso sanitario– de la instrucción, el consejo y la propaganda sobre la forma de lavarse las manos. Para colmo, esta operación de salud mental difiere de experiencias
anteriores, cuando el mundo ni siquiera sabía de la espantosa Gripe Española –quienes estaban en la Primera Guerra, por ejemplo–; hasta debían suponer tontamente que la plaga venía de
la península ibérica.
Haya o no disparadas, cierto es que la pandemia mental o social que ya opera y sobrevendrá a la del virus delata otra característica
terapéutica: los tratamientos no podrán ser generales, ya no hay un mismo estrés para todos, se demandarán criterios distintos según los focos etarios, las
condiciones económicas, la situación habitacional, los núcleos densos o aislados.
Habrá una clasificación diferente sobre los grupos a tratar aunque todos partan del concepto de sobrevivir que ha impuesto el gobierno sanitario, sean ricos o pobres,
con más o menos futuro, y con una suma de riesgos eventuales de índole diferente por pérdidas o expectativas. Se temen, por la rigurosidad y la duración, posibles compartimentos hostiles o agresivos,
hasta contra uno mismo. El estrés no es igual en todos los sectores, tiene peculiaridades y hasta demuestra multiplicidad cuando, si se aplica a los grupos médicos dedicados a curar y ayudar en esta etapa, son
valientes y lúcidos de su voluntariado y servicio pero también se someten a la depresión del regreso a su casa con la sospecha o el temor de que pueda infectar a su familia. Aun sabiendo que la letalidad
del virus es reducida y poco comparable con otras desgracias. Pero igual necesitarán ayuda para no mermar la capacidad de trabajo, durante y después de esta etapa. Navegan en esta otra pandemia que no se difunde
y aterra en el confinamiento actual, con picos como el de los adultos mayores que padecieron el estrés de la administración capitalina amenazándolos si se asomaban a la puerta de calle.
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