Por Pablo Mendelevich |
Este crudo análisis bien puede serle aplicado al presidente Alberto Fernández. No pertenece a Sergio Berensztein ni a Rosendo Fraga ni a Marcos Novaro, aunque cualquiera
de ellos, así como otros lúcidos analistas quizás lo habrían enunciado de manera parecida. Su autor es... Alberto Fernández.
Claro, el Presidente no dijo que estaba hablando de sí mismo. Ante una pregunta de Jorge Fontevecchia sobre Brasil en el marco de la entrevista que publicó Perfil el fin
de semana, quería explicar que Jair Bolsonaro es un caso distinto del resto. Pero el tono de las observaciones habla de la percepción que él tiene de su propio liderazgo en las actuales circunstancias.
En consonancia, del opositor, más que nunca menoscabado frente al hacedor infatigable.
Tal vez no sea necesariamente el coronavirus lo que potencia la imagen de quien gobierna sino el manejo de una crisis gravísima, esta u otra. Si uno imagina el problema representado
en un barco que atraviesa un temporal terrible, la reacción es idéntica: un capitán que actúa con determinación resulta inmediatamente revalorizado a bordo. Su autoridad en principio les
resta espacio a eventuales disidencias, entre otras cosas porque desaparecen -acaso se inundaron- los lugares donde se las tramaba. Cuando vientos huracanados amenazan la permanencia a flote y el capitán ordena recaudos
extremos, su figura, solitaria, se agranda, independientemente de que todavía no se hubiera probado el éxito de las maniobras que dispuso.
Cristina Kirchner carece de nociones náuticas, pero sobre cuestiones de poder no se le puede negar experiencia. Por eso ella dejó trascender que su repliegue obedecía
a la idea de que en una situación así no puede haber liderazgos superpuestos. Efectivamente, no puede, y no sólo por la desaconsejada duplicación de órdenes. La explicación de Fernández
es bastante elocuente, si bien él la circunscribió a la dinámica gobierno-oposición. No incluyó los matices de una coalición sui generis, un peronismo zurcido para la victoria en cuya
fórmula cargos y liderazgos quedaron invertidos. Surge ahora una paradoja importante: aquel que muchos creyeron que sería un presidente subordinado resulta que quedó al timón del país para
conducirlo en el más feroz desastre nacional y planetario de los tiempos modernos, mientras su mentora y lugarteniente aparece, por lo menos a la vista del público, guardada, en silencio, con el Senado a su cargo
inactivo (o en un lento camino hacia un inesperado modo virtual). Obviamente eso no significa que su influencia en las decisiones se haya extinguido, ni siquiera que su poder haya menguado. Lo que pasa es que, imaginación
al margen, a la influencia no parece sencillo sopesarla. Es un misterio.
Poco se sabe sobre los acuerdos y desacuerdos reales de los Fernández. Nada se conoce de sus largas conversaciones (la última fue en Olivos la semana pasada), aparte de
algunos trazos muy generales, previsibles, como la mayor protección que la vicepresidenta reclamaría para el gobernador Axel Kiciloff en sus disputas con los intendentes o la evidencia de que el proyecto de cobrarles
un nuevo impuesto a los ricos que presentó Máximo Kirchner tiene el perfume de su madre. Lo más desconocido -así seguirá siendo, porque se trata de un dato crucial que los dos protagonistas
necesitan resguardar- es la reacción íntima de Cristina Kirchner respecto del liderazgo en crecimiento del Presidente. Una tendencia a la que ni siquiera le hicieron mella las compras de comida con sobreprecio
del Ministerio de Desarrollo Social. Evidentemente acierta Fernández como analista: el coronavirus tiende a potenciar la imagen del que gobierna. Sólo que a esta potenciación tampoco la había calculado
nadie.
Quizás pueda pensarse con cierta simpleza que el liderazgo de Fernández está sujeto a resultados y que el éxito o el fracaso de su delicada misión
histórica marcará en forma correlativa su futuro. Pero hay al menos tres atenuantes. El primero es que estos extremos de sonoridad deportiva, triunfo y derrota, sobre todo la perspectiva de algo llamado éxito,
resultarían del todo inapropiados para evaluar lo que ya se vislumbra como un drama gigantesco, para colmo con dos caras, las muertes y las consecuencias sociales del destrozo de la economía. La inevitable comparación
internacional se posará seguramente sobre el registro póstumo de los menores daños, nada que habilite un festejo.
El segundo atenuante: la política no siempre premia a quien hace las cosas bien, para decirlo con el lenguaje recurrente de Alberto Fernández, bajo situaciones extremas.
Si Churchill perdió las elecciones después de haber ganado la guerra, cualquiera puede esperar que el reparto de premios y castigos de la política, lejos de tener un comportamiento hidráulico, esté
matizado por infinitos peros, algunos inescrutables (los historiadores todavía discuten por qué los británicos votaron como votaron en 1945). Y tercero: la historia del peronismo, que muestra una proverbial
dificultad para procesar de manera orgánica los enfrentamientos entre facciones, exhibe un sistema de promoción individual con cierta impronta fratricida. Artífices de grandes epopeyas que pudieron aguardar
futuros venturosos acabaron defenestrados. Cipriano Reyes, el gran impulsor del 17 de octubre, sufrió un atentado en 1947 en el que murió su chofer y poco después fue puesto preso y torturado (gobernaba
el peronismo, sí), acusado de querer asesinar a Perón. El gobernador bonaerense Domingo Mercante, piloto de la reforma constitucional de 1949, a quien hasta se mentaba como el sucesor del general, terminó
perseguido y censurado por quien lo sustituyó en la gobernación, Carlos Aloé. Héctor Cámpora, volteado por el propio Perón tras 49 días de gobierno, período que hoy el
kirchnerismo venera como un momento épico, terminó despreciado por el líder al que adulaba. Lo expulsaron del PJ.
Desde luego que la pandemia en curso no se puede comparar con nada anterior y que existe la ilusión de que por lo menos esta desgracia deje como contracara de su vileza un mundo
mejor, con reglas más razonables. Una Humanidad, si cabe, más humana.
Entre las incógnitas latentes, que son demasiadas, está el destino de presidentes, primeros ministros, incluso dictadores que hoy gobiernan en los dos hemisferios y se
las ven con el coronavirus, lo que significa que están sincrónicamente compelidos por una amenaza transnacional a probarse eficaces como nunca antes. El coronavirus podría llegar a frustrar la reelección
de Donald Trump, marcar la suerte de Emmanuel Macron, traer consecuencias sonoras en Italia, España o en nuestro vecino Brasil. Y a la vez fortalecer a los gobiernos cuyos pueblos salgan menos dañados.
© La Nación
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