Por Isabel Coixet |
Las recetas que se me ocurren con lo que tengo en la cocina. La culpabilidad cada vez que
viene un mensajero trayendo un paquete. El sudor en las manos enguantadas, el sudor entre la máscara, las gafas y el sentimiento de vergüenza cuando pienso en la gente que se pasa 12 horas cada día en un
hospital sin poder quitarse la máscara. El escrutinio de los muertos en este país, en otros. Los números como representación de otra vergüenza: la ajena que siento cuando veo a los de la Generalitat
invocar a Nostradamus al contar las mascarillas que envía el Gobierno, una prueba más de que esta pandemia vuelve a los idiotas todavía más idiotas. No quiero gritar cuando me envían por
centésima vez un vídeo de Bill Gates. No quiero gritar cuando me piden por milésima vez que recomiende cosas para pasar este tiempo: «Mujer, no te cuesta nada, un libro, una serie, un disco…».
Pues me cuesta. Pero como buena hormiga soldado, lo hago, claro que sí, encantada, faltaría más, lo hago, para eso estamos.
Quiero escaparme. Quiero fabular. Quiero reírme de mi sombra. Quiero volar. Quiero aventurarme por callejones estrechos. Quiero responder a los que me preguntan ¿qué
haces? diciendo: estoy en la cima de una montaña y veo águilas cruzando el cielo. O estoy en la orilla del Lago de Como y el agua tiene una tonalidad verde oscura como de jade. O estoy a 50 kilómetros
de Barcelona y voy a hacer un arroz negro en el campo para diez personas. O estoy preparando jarras y jarras de margaritas para todos mis amigos, los que no han dejado de beber; luego haremos un picnic y el que no quiera sentarse
en el suelo (que está un poco mojado porque llovió ayer) lo tiene crudo. O estoy en una mesa en un bar no muy limpio, con la televisión a tope donde unos habituales juegan al mus y beben vermut y el que
gana acaba de invitar a toda la clientela a lo que quiera. O estoy dando vueltas a una rotonda sin ver el indicador que me conducirá a donde debo ir mientras los otros conductores tocan el claxon sin piedad. O…
tantas cosas que se me ocurren y que nunca pensé que echaría de menos. Pero sólo puedo sentirlas por unos instantes, si cierro fuertemente los ojos y ceso de escuchar la voz de mi cabeza que me dice, con
sorna, que no, que no estoy allí, que estamos, la voz y yo, aquí, en el suelo, en un vano intento de estar lejos.
No quiero gritar, pero si me pongo a pensar, eso es lo que quiero hacer de verdad, gritar hasta desgañitarme, hasta que mi alarido llegue a perforarme el tímpano y pueda
escuchar el viento moviendo las hojas de los olmos, el sonido más bello que recuerdo. Pero no temáis, no gritaré, me guardaré mucho de gritar. Ya he aprendido en un tutorial de YouTube a gritar
por dentro.
© XLSemanal
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