Por Carmen Posadas |
Un sueño imposible, dado que tiene seis dedos
en cada mano y es daltónico. Pero son los años de la posguerra y uno no se fija en los impedimentos, simplemente tira para delante y a ver qué pasa. Y pasa que Albert, que así se llama nuestro protagonista,
conoce un día a un judío de ascendencia polaca llamado René. René es también un hijo prototípico de aquellos años difíciles. Su padre, que había emigrado a Buenos
Aires en busca de una vida mejor para su familia, murió tempranamente y su madre y René se trasladaron a Nueva York, a casa de un tío. Allí hizo de todo un poco. Incluso conoció a Maurice
de Bévère, alias Morris, con el que trabajó en los primeros bocetos de una tira cómica cuyo personaje central era un cowboy de las praderas de nombre Lucky Luke.
Pero René decidió emigrar a Francia y ahí volvió a trabajar en mil cosas hasta que conoció a Albert. A los dos les gustaba la historia y, como eran
hijos de emigrantes, tenían una mirada extranjera y a la vez local que les permitía jugar con estereotipos como el concepto de ‘patria’, pero al mismo tiempo mantener una mente abierta a la hora de
criticar lugares y personas. Así se fueron configurando dos personajes naturales en una pequeña aldea gala, la única capaz de resistir la invasión romana gracias a la poción mágica
de su druida. Habían nacido Astérix y Obélix. Tampoco sus comienzos fueron fáciles. A pesar de que René Goscinny ya había dibujado cómics, e incluso trabajado con Morris y con
Hergé, el mundo de las tiras cómicas estaba muy mal pagado, de modo que decidieron pedir un crédito, hipotecar sus casas y crear la revista Pilote. El éxito fue casi inmediato. En pocos años
Asterix y Obelix se convirtieron en personajes de fama mundial a la altura del mismísimo Tintín, en rey de los cómics. Con Albert Uderzo, el de los seis dedos, como dibujante y Goscinny como guionista
lanzaron veinticuatro álbumes (a día de hoy se calcula que se han vendido 380 millones de copias de su obra, que se publica en once idiomas), pero un buen día la diosa Fortuna decidió pasarles factura.
En 1977 Goscinny murió durante un simple reconocimiento médico; tenía cincuenta y un años. No fue este el único drama que Uderzo tuvo que superar. Incluso hubo que pasar por el dolor de ver
cómo su propia hija, apartada de la editorial, pero propietaria del cuarenta por ciento de las acciones, pleiteaba contra él. Pero aun así el irreductible galo Uderzo salió victorioso de estos y
otros muchos combates. Incluso le ganó la mano al coronavirus, porque, si bien murió en medio de la pandemia, se lo llevó un fulminante e indoloro infarto agudo de miocardio.
Si traigo su recuerdo a estas páginas no es solo porque sea una ‘asterixóloga’ fanática de esas que pueden ganar un concurso respondiendo cómo
se llama la mujer de Abraracúrcix o en qué álbum aparece por primera vez Ordenalfabetix. Tampoco porque leer las aventuras de todos ellos me haya hecho reír mucho durante estos días de confinamiento.
Si menciono a Albert Uderzo es porque pienso que, así como él y Goscinny, hijos ambos de la adversidad, encontraron en las dificultades su poción mágica, otro tanto ocurrirá con nosotros.
Esa misma infalible pócima que, aunque Panoramix nunca haya querido revelar la receta, en el fondo todos sabemos qué contiene. Dos partes de esfuerzo, una de ilusión, un buen chorro de generosidad, otro
de abnegación; revuélvase con cuidado y no olviden que, como todos los buenos cócteles, sabe mejor y multiplica por diez su eficacia si se comparte con otros. Cuantos más, mejor.
© XLSemanal
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