Por Gustavo González |
En cambio, cuando esta pandemia finalice habrá involucrado dentro del conflicto a todos los países del planeta, que sufrirán cuarentenas, infectados, muertos
por el virus, recesión, distintos niveles de caos y muertos por la crisis económica. El virus sanitario y el virus económico llegarán a todos los rincones de la Tierra en algún momento.
El mundo está en guerra, aunque no todos lo entienden así.
Fase bélica de la economía. Esta semana Fontevecchia entrevistó al ex ministro de Asuntos Estratégicos de Lula, Roberto Mangabeira Unger (de próxima publicación en PERFIL). Este es un anticipo sobre un tema del
que es especialista, los casos de economías en guerra y su comparación con los efectos del coronavirus: “Entre 1941 y 1945, los dogmas sacrosantos en Estados Unidos fueron dejados de lado. Se organizó
la economía en base a una coordinación flexible entre el Estado y las empresas privadas. Se impuso una movilización radical de los recursos nacionales. El gasto militar en seis meses de 1942 superó
el PBI de 1941. Es verdad que el apoyo financiero del Estado es parte de la solución, pero exige también condicionarlo a que las empresas mantengan el empleo. Ir directamente a asistir a los agentes económicos
independientes precarizados y no permitir que naufraguen en esta tempestad.”
Este profesor de Harvard (Obama fue su alumno) ve lo que todavía muchos se niegan a ver: la situación sanitaria y económica del mundo es asimilable a la de una
guerra. Quizá los confunda que no haya misiles en el cielo, pero sus efectos son aún más universales que en las guerras pasadas y provoca lo mismo que aquellas batallas: miedo, enfermedad y muerte. Solo
que hasta ahora no hay armas efectivas de defensa.
Quienes sí parecen más conscientes de este paralelismo son precisamente los países que protagonizaron los conflictos armados del pasado.
Respuesta keynesiana del mundo. Estados Unidos ya destinó más del 10% de su PBI a enfrentar las consecuencias económicas del coronavirus. Rusia decretó que nadie trabaje durante abril y el Estado se hará cargo
de sus salarios. Alemania presentó el mayor plan de reactivación económica de su historia, quebrando la norma constitucional que le exige equilibrio presupuestario. Francia invirtió el 15% del PBI
en la crisis.
La UE aprobó la suspensión de las reglas de control del déficit y este jueves destinó más de medio billón de euros para comprar deuda de
los países miembros y la creación de un fondo para movilizar el 3% del PBI europeo, que se financiará con deuda.
Estos Estados entienden que, para enfrentar las consecuencias de una guerra, no existe otra posibilidad que aplicar una economía de guerra. Un keynesianismo light como el
que aplicó Roosevelt en su primer New Deal no sirvió entonces y no alcanzará ahora.
Fue el keynesianismo profundo de su segunda presidencia el que terminó con lo que fue, hasta ahora, el mayor crack internacional de la historia. Fue su segundo New Deal, con
el que decidió profundizar la intervención del Estado, el que resucitó al país. Y fue justamente durante una guerra mundial como la segunda, cuando se terminó de consolidar ese modelo de
intervención.
Roosevelt siguió a Keynes: la razonable disciplina fiscal a promover en épocas de crecimiento debía reemplazarse sin miramientos por un shock de inversión
estatal para salir de las crisis.
Guzmán. Si se acepta que las consecuencias del coronavirus son asimilables a las de una guerra mundial,
entonces la pregunta es si ante esa situación extrema los países pueden no aplicar una economía de guerra.
Alberto Fernández eligió para conducir la economía a un investigador de Columbia, experto en reestructuración de deudas y discípulo del keynesiano
Nobel Joseph Stiglitz.
Durante estos meses, Guzmán se concentró en negociar con los acreedores y el FMI. Tenía una misión clave, porque de su resolución depende si se
entra o no en default: lograr postergar al menos una parte de los US$ 34 mil millones que vencen en los próximos doce meses para dentro de tres o cuatro años.
Pero desde que el único tema global es un virus que paralizó la economía, la deuda de los países pasó a un segundo plano.
Esta semana, el maestro de Guzmán instó a directamente suspender esos pagos: “En las condiciones actuales –opinó Stiglitz–, muchos países
están imposibilitados de seguir pagando, y si no se aprueba una suspensión mundial de los cronogramas de pago, puede haber una avalancha de defaults a gran escala”.
Cuando el problema es de todos, el problema deja de ser de uno solo.
Respuesta argentina. Hoy el gran tema es esta primera guerra global y, en cuanto a lo económico, sus dramáticas
consecuencias. La duda es si quien podía ser el ministro justo para resolver un problema técnico y esencial como la deuda es el ministro ideal para conducir una economía de guerra.
Hasta que explotó este virus, Guzmán se mostró como un ministro muy cauto con la respuesta económica para salir de la profunda recesión que abarca
tres de los últimos cuatro años (y cinco de los últimos ocho). Un keynesiano que no usa métodos keynesianos contra las crisis.
De hecho, en febrero pasado el gasto primario se incrementó un 51% sobre febrero de 2019, lo que, restado el efecto inflacionario, significa que fue el mismo del año
anterior. Un logro para un economista preocupado por no desequilibrar las cuentas fiscales, pero sorprendente para un admirador de Keynes cuya fórmula indicaría lo contrario para salir del circuito vicioso de
la depresión.
En el informe del FMI sobre la inversión que los países destinan a paliar la crisis de esta pandemia, Argentina aparece con apenas el 1% del PBI, muy por debajo de
la mayoría. Canadá ya invirtió el 3,6%, Alemania el 4,5% y Francia, como se dijo, el 15%. El gobierno argentino responde que en realidad lleva invertido el 2%, pero aun así está por debajo
del 2,6% invertido en Brasil por Paulo Guedes, el último Chicago boy del continente.
Comandante. El Gobierno parece entender que el Estado debe intervenir y que hoy no hay escuela económica
que diga lo contrario. La pregunta es si la velocidad a la que lo hace es la adecuada.
Que Guzmán no haya influido desde el principio para que la actividad bancaria sea considerada tan esencial como la de los supermercados está en línea con su
cauto estilo. Lo mismo que la parsimonia ante la inacción de los bancos para cumplir con la instrucción oficial de dar créditos para salarios a las empresas en problemas (la mayoría).
A la duda de si Martín Guzmán es el comandante ideal para conducir una economía de guerra se le podría agregar otra más profunda: ¿el verdadero
comandante de esta política económica es Guzmán o es Alberto Fernández? ¿Quién es más fiscalista?
En el reportaje de esta edición Fernández cuenta que, hablando con Guzmán en estos días, le dijo: “El único fiscalista que queda acá
soy yo”. El Presidente heredó ese costado ortodoxo de los primeros años del gobierno de Kirchner.
Quizá quien se deba convencer de que hoy hay que dejar el fiscalismo de lado es el Presidente.
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