Por Javier Marías |
Similares a los curas cerriles, veían con muy malos ojos
las ficciones —a no ser que transmitieran un “mensaje aleccionador” o una “denuncia que concienciara a los alienados”—, porque nos “evadían” de la injusta realidad. También
el fútbol, los toros, el rock y la música en general, y no paren de enumerar. Se parecían bastante a los talibanes afganos, que prohíben todo eso y más, y además destruyen
todas las obras de arte que encuentran a su vandálico paso.
En estos días de temor y confinamiento, me pregunto qué sería de la mayoría sin la anatematizada “evasión”. He dejado de ver y leer
noticias sobre el coronavirus, más allá de los titulares indispensables, aplicándome lo que recomendé hace ya tiempo al hablar del bombardeo de desdichas que, con la globalización, nos cae
encima sin respiro. En algún rincón del mundo siempre hay una calamidad o una matanza, y, a diferencia de nuestros antepasados (incluso de los recientes), nos enteramos de todas y vivimos en permanente angustia.
Así que suelo decirme, ante cada una de ellas: a) ¿esto me concierne de veras?; y b) ¿puedo hacer algo al respecto para remediarlo? Si las respuestas son negativas, intento no echarme encima cargas en las
que me es imposible intervenir. El Covid-19 me concierne, como al resto de la humanidad. Pero nada puedo hacer más allá de cuidarme y cuidar y ayudar a los demás siguiendo las instrucciones de la
OMS y otras autoridades sanitarias. No le veo sentido —para mi equilibrio psíquico de tigre enjaulado— a someterme a un monótono aluvión de información y de opiniones histéricas
abrumador que sin embargo me condena a estar cruzado de brazos a la espera de que la situación mejore o empeore (ojalá lo primero, y pronto), independientemente de mi voluntad y de mi atención.
El confinamiento me pilló fuera de Madrid, así que por ahí ando, por suerte en compañía de Carme, mi mujer. También por suerte, estoy con
una nueva novela, que, por circunstancias que no vienen al caso, dudé que pudiera terminar alguna vez. Aún lo dudo mucho, claro, pero es que ninguna otra la había escrito en condiciones tan adversas ni
con tantos obstáculos. Inverosímilmente, cuenta ya 380 páginas, y dado que las dos anteriores tuvieron 558 y 576 respectivamente, todavía me resta mucha tarea por delante si alcanzara similar extensión.
Eso deseo hoy, y confío en no alargarla innecesariamente por culpa del largo encierro. Porque ahora me daría pavor concluirla. Al menos hay unas pocas horas de la jornada en que me sumerjo en 1997 y en otra ciudad,
me encuentro con personajes (unos nuevos, otros viejos conocidos), consigo abstraerme con lo que no existe, engañar a mi imaginación, sentirme en voluntaria deuda con una “tarea” que intento hacer
bien, aunque acaso me esté saliendo fatal. Esto último no me importa gran cosa en estos momentos. Si es pésima, qué se le va a hacer: es mi pequeña tabla de salvación. También
me acechan temores más prosaicos: dado que escribo a máquina, ¿cuánto me durarán las cintas de las que dispongo aquí? ¿Cuánto el papel?
A la noche busco otra denostada “evasión”. Si uno escribe, lee menos que si no. Música y cine, pues: el que me ofrece la única plataforma de mi refugio. El día más largo, de 1962, aún se ve estupendamente, y nos sirvió para recordar los tiempos en que Europa estuvo mucho más hundida que ahora,
y que se salió, aunque con bajas y sufrimiento infinitos. Unos pocos DVD me han permitido “evadirme” con tres antiquísimas comedias de Mitchell Leisen, que no tenía el talento de Lubitsch pero tampoco carecía de él. Películas simpáticas y divertidas, sin pretensiones y optimistas. Lo admirable es que Una chica afortunada (Easy Living) es de 1937; Medianoche (Midnight), de 1939; y Ella y su secretario (Take a Letter, Darling), de 1942. En el 37 Hitler ya ejercía su monstruoso poder; en el 39 estalló la Segunda Guerra Mundial;
en el 42 ya estaba el mundo entero inmerso en ella. Asombra que en tiempos tan sombríos y trágicos hubiera gente con buen humor, dispuesta a no dejarse desmoralizar… a todas horas. El guión de una
de esas comedias es de Preston Sturges, director de Los viajes de Sullivan (1941), que cuenta la historia de un cineasta “concienciado” y “realista” que, tras una serie de peripecias, y tras dar con sus huesos en un terrible penal, descubre cuánto
bien hace a los desesperados presos una película que les arranca carcajadas pese a su mísera situación, de la que se olvidan efímeramente… hasta la siguiente proyección. Y se da cuenta
de cuán estúpido, engreído y egoísta fue al despreciar esos géneros “menores”, y de lo fundamental y beneficiosa que resulta, precisamente, la mal vista y bendita “evasión”.
© El País Semanal
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