Por Juan Manuel De Prada |
En los días que escribo este artículo se comenta mucho –en sectores más bien apestados, pues los medios sistémicos se limitan a repetir las consignas
oficiales– que, al cobijo del estado de alarma decretado por la patulea que nos gobierna, se está perpetrando un golpe de Estado. Y, en efecto, es cierto que estos bellacos se han arrogado facultades más
propias del estado de excepción que del estado de alarma. Es cierto también que, aprovechando intempestivamente la emergencia sanitaria, han modificado la regulación de los servicios secretos. Es cierto,
asimismo, que se ha suprimido de un plumazo el control parlamentario, a la vez que oscurecido la función de jueces y tribunales; y que –con el caramelito de chinchar a Torra y Urkullu, que tanto hace relamerse
a los tontos útiles– se ha despojado de competencias y de medios a las instituciones locales y regionales, que podrían buscar remedios a una situación angustiosa como la presente de forma más
rápida y eficaz, pues conocen mejor las necesidades de sus paisanos. Es cierto, además, que la paralización de la vida económica ha convertido a los medios de comunicación en zombis sin publicidad,
cada vez más permeables y mollares a las consignas gubernativas. Y es cierto, en fin, que la intervención supuestamente pasajera de la vida económica (como la conculcación de nuestra libertad de
movimientos) constituye un opíparo cimiento para la tiranía política.
Pero la atención sobre este hipotético golpe de Estado político no debe distraernos del más amedrentador golpe de estado antropológico que se está
produciendo ante nuestros ojos y ante nuestra pobre alma hecha fosfatina. A nadie se le escapa que el estado de alarma está propiciando un acongojante experimento de disciplina social en el que el Estado Leviatán
se erige en fiscalizador despótico no sólo de nuestros movimientos, sino también de nuestras emociones y pensamientos, que han sido regulados y estabulados de modo aplastante, hasta convertirnos en un
rebaño egoísta y desalmado que sale cínicamente a los balcones a aplaudir a médicos y asistentes sanitarios (en lugar de rebelarse contra unos gobernantes perversos que los empujan a la muerte sin
procurarles protección), o que presume de cívico quedándose en casa (mientras otros menos afortunados producen y distribuyen a cambio de un salario ínfimo y con gran riesgo de su vida los alimentos
que zampamos). Aquel panóptico urdido por Bentham ha alcanzado su máxima expresión, cuajando en un estado policíaco monstruoso, en el que además los sometidos actúan como celosos centinelas
de las ordenanzas gubernativas, denunciando de las formas más alevosas (y paranoicas) a quienes osen infringirlas o parezca que pretenden hacerlo.
Tanta abyección no sería, sin embargo, posible si entretanto no se hubiese adelgazado nuestra condición humana, hasta hacerla casi reptiliana. Resulta pavoroso comprobar
cómo el rasgo civilizatorio más característico (la reverencia ante la muerte y ante los muertos) ha sido abolido por completo, de la forma más expeditiva y atroz, sin que nadie rechiste. Los enfermos
de coronavirus mueren en soledad, aislados de sus familiares, sin recibir consuelo espiritual alguno, y son entregados a la tierra o al fuego devorador como si fuesen muebles desencolados. Que no nos rebelemos ante tal impiedad
sacrílega constituye un signo inequívoco de ese enfriamiento de la caridad del que nos habla el Apocalipsis. Como también lo es, por cierto, el eclipse de la Iglesia, que otrora encabezó la lucha
contra pestes y plagas y hoy se ha convertido en un jarrón chino que a nadie importa, porque ya a nadie importa su alma.
Nada de esto podría estar ocurriendo si no se hubiese producido un golpe de estado antropológico de magnitudes incalculables. ¡Maran Athá! Pero yo bien sé que, antes de que se haga realidad mi invocación, tendrá que venir Otro, que ya se relame contemplando cómo prescindimos
de nuestras almas, cómo renunciamos a siglos de civilización, cómo dejamos de ser humanos.
© XLSemanal
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