Por Jorge Fernández Díaz |
El rey está harto de sus peleas y rivalidades, necesita separarlos,
y además quiere foguearlos para decidir quién cargará finalmente con la corona cuando él muera. Los príncipes se instalan en ciudades equivalentes y cercanas, y comienzan a administrarlas
según su leal saber y entender. Poseen personalidades antagónicas. El primero es carismático y adicto al fervor de su pueblo: tiende por lo tanto al histrionismo y a decir lo que la plebe prefiere escuchar
(aunque sea mentira), reparte de inmediato lo que no tiene, le encanta otorgar personalmente dádivas y favores, afloja las horas laborales para el ocio de la gente, suaviza el servicio de justicia para que no lo consideren
demasiado severo, tolera que infrinjan las normas para no sembrar más desdichas, sanciona a los brillantes porque le parecen ofensivos para los mediocres, y crea por lo tanto un sistema económico opaco. Su hermano
es un hombre más gris y menos locuaz, muy apegado a la ley y a premiar el esfuerzo y el ahorro, implacable con quienes no pagan los impuestos y transgreden las reglas de convivencia, tacaño con el uso del erario,
sumamente exigente y creador perpetuo de fondos para épocas de vacas flacas. Y, sobre todo, celebrante de los emprendimientos exitosos y del talento individual. La sociedad no lo adora, ni mucho menos. Pero lo respeta.
Sobre todo porque, de vez en cuando, los paisanos viajan por negocios o hacen turismo en la ciudad aledaña, y comprueban in situ su progresiva decadencia: el contraste les hace valorar entonces el sacrificio y la consecuente
prosperidad que campea en su propio terruño.
Cada tanto, el príncipe carismático acude al rey para solicitarle auxilio financiero y para quejarse de la ciudad asignada. Empieza a convencerse de que su padre le ha
entregado a su detestable hermano una ciudad con mejores condiciones naturales, algo que obviamente es falso. Hacia adentro, el príncipe expansivo comienza a sembrar entre los súbditos la venenosa idea de que
sus penurias se relacionan con la bonanza de sus vecinos; que todos ellos son inocentes de su evidente declive, y que los otros, los de enfrente, les han birlado lo que les corresponde por derecho propio. El resentimiento
colectivo crece día a día, y preocupa al hermano austero, que acude al soberano para solicitarle una intervención, a fin de que la sangre no llegue al río. En esos entresijos palaciegos están
cuando los sorprende de pronto la peste negra. Que amenaza a todo el reino, acosa a la ciudad más desarrollada y azota de manera cruda a la menos floreciente. La peste es una luz cenital que muestra de modo hiperrealista
las debilidades y fortalezas de cada uno. La peste es muy delatora. Desesperado por la situación y por su fragilidad, el príncipe demagogo exige a su hermano que sea "solidario" en la mala, y a su padre
que le aplique a la población vecina un fuerte impuesto para sostener la economía de su vulnerable principado. El príncipe austero cede a la idea de arrojarle un salvavidas a su hermano dispendioso, que
carece por supuesto de un sistema sanitario mínimamente eficaz, pero el viejo monarca duda en cobrarles a los que hicieron las cosas bien para socorrer a quienes las ejecutaron mal. Finalmente, cede al amor por su hijo
negligente y a la presión de la crisis humanitaria, y castiga fiscalmente a su hijo más virtuoso. Lo extraño del asunto es que el alivio no calma el desprecio y la hostilidad del príncipe histriónico,
ni tampoco el de su pueblo. Que exige más y más de sus vecinos a la vez que los hace víctimas de diatribas e insultos cotidianos, como si estuviera ofendido y quisiera darles una lección acerca
de cómo se gobierna. Para un envidioso no hay peor humillación que ser sacado de una estacada por su mismísimo enemigo. La peste, al final, arrasa con los dos príncipes, devasta las dos ciudades
y hace abdicar al soberano. Porque las pandemias igualan a probos y réprobos, a pobres y ricos, a exitosos y fracasados, y suelen enmudecer las pequeñas pulsiones de la ambición humana.
Sería fácil deducir que esta analogía replica las disímiles problemáticas de la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense, cuando en verdad
metaforiza algo mucho más transversal: dos culturas ciudadanas que conviven dificultosamente a ambos lados de la General Paz y en muchas otras capitales y poblaciones de la Argentina. Durante las últimas décadas,
los príncipes demagogos lograron casi siempre imponerse en elecciones a los príncipes austeros, y eso explica de manera cristalina el descenso a los sótanos de la mishiadura que nos hemos ganado a pulso.
No podemos echarle la culpa a ningún imperio ni a una invasión marciana; la derrota más amarga la construimos nosotros ladrillo a ladrillo.
Si alguien toma como referencia los inicios de los años 70, verá que ni la burocracia estatal ni la marginalidad tenían gran volumen ni peso político. La
larga influencia peronista en la administración pública consiguió, al cabo de 50 años, que esos dos sectores se convirtieran en nuevas clases sociales: tomó empleados públicos a mansalva
(para enmascarar la falta de inversión y de empleo genuino) y amasó una miseria inédita (clientes siempre dispuestos a vivir del señor feudal y sus limosnas). Estas dos nuevas clases sociales comprenden
a millones de personas, y precisan un financiamiento continuo que el Estado inepto y falto de iniciativas desarrollistas es incapaz de otorgarles. A cambio, la única fuente que tiene para echar mano es la renta privada.
Ya no se trata de "las diez grandes fortunas", el cliché de antaño, sino de la gente que ha tenido la infeliz ocurrencia de progresar. La "clase mierda", como le dicen. Que además se
ha atrevido a resistir un modelo según el cual hay que sacarles siempre a los que tienen, y a los que carecen no hay que estimularlos para que crezcan. La primera gran idea que tuvo el kirchnerismo duro para capear
el temporal del coronavirus consistía en aplicarle un impuesto a quien posea bienes por unos 125.000 dólares. Es decir, a cualquiera que haya logrado comprarse un departamento de dos ambientes: a esto lo denominaban
el impuesto Patria. Ya la lucha emancipatoria no es contra la oligarquía, habitualmente socia de sus caprichos y a la que los multimillonarios duques peronistas van reemplazando, sino a esa mitad del país que
permanece indócil y encapsulada en su "egoísmo", que traducido a la realidad es así: va del trabajo a casa, nadie le ha tirado un cable, hace méritos, intenta destacarse y pretende modestamente
disfrutar de lo que con tanto empeño ha conseguido. Un "gil", en términos carcelarios. No se trata solo del 41% que votó contra los príncipes populistas, sino de muchos más: profesionales
y pequeños comerciantes que suponían erróneamente que el cristinismo no tendría incidencia. Y que ellos serían beneficiados por el revival. Se equivocaban. El argentino que progresa será
siempre culpable, y lo ordeñarán en nombre de los "descamisados" hasta que no le quede más que mala leche.
© La Nación
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