Por James Neilson (*) |
Por ser la economía mundial un mecanismo muy complejo en que una sola pieza defectuosa puede provocar crisis en todas partes, ya ha sido enorme el daño ocasionado por el
virus que, después de paralizar zonas de China, hizo lo mismo en Europa y Estados Unidos. De golpe, destruyó los frutos de muchos años del trabajo de poblaciones enteras. Incluso en los países más
ricos y mejor organizados se teme que el aumento explosivo del desempleo, que podría superar el treinta por ciento de los hasta hace poco empleados, desate saqueos en gran escala.
Puede entenderse, pues, el nerviosismo que se apoderó de tantos norteamericanos al enterarse de que el virus ya está propagándose en ciudades de tradiciones violentas,
barrios ruinosos, tensiones raciales crónicas y muchísimas armas de fuego como Detroit, Chicago y Nueva Orleans, además de Nueva York, Los Ángeles y San Francisco. Aún sin el coronavirus,
tales lugares son polvorines.
Donald Trump hubiera preferido anteponer la salud de la economía a aquella de los amenazados por el Covid-19. No es por motivos electorales –su presunto contrincante demócrata,
Joe Biden, difícilmente podría ser más débil–, sino porque le cuesta adaptarse al papel del líder de un país abrumado por una plaga que tal vez no sea tan mortal como algunos
dicen pero que dista de ser tan inocua como había aventurado. Tomó su tiempo en declararle la guerra, pero una vez convencido de que no le quedaba más alternativa, se puso a actuar con la energía
debida.
Ahora bien, puesto que “estamos en guerra” contra el virus, los comandantes, entre ellos Alberto Fernández, no pueden sino tomar en cuenta la opinión de un
gran experto en la materia, Napoleón Bonaparte, que en una oportunidad dictaminó que “un ejército marcha sobre su estómago”, o sea, que además de la disciplina y la moral, en
el sentido militar de dicha palabra, también importan los víveres. Si, como a veces nuestro presidente y muchos otros parecen creer, derrotar al virus que nos ha invadido requiere el sacrificio de la economía,
una eventual victoria sería pírrica, sobre todo para los que ya vivían en la miseria absoluta.
Se trata de un dilema que enfrentan todos los gobiernos del planeta, pero mientras que uno podría argüir que en los países ricos una caída del veinte por ciento,
digamos, del producto bruto no sería para tanto –retrocederían a donde algunos estaban tres o cuatro décadas atrás cuando la mayoría se felicitaba por la prosperidad imperante–,
en otros tendría consecuencias más traumáticas porque la economía negra o informal es mucho mayor. Asimismo, aunque es razonable prever que, una vez superada la crisis sanitaria, la recuperación
económica sea rápida en los países desarrollados, sería decididamente más lenta en los que apenas lograban mantenerse a flote en el mundo de ayer.
En un esfuerzo para asegurar que el gran parón no se prolongue demasiado, en los países ricos los bancos centrales están inyectando montos colosales de dinero fresco
en el sistema, como hicieron para salir de la crisis financiera de 2008, sin preocuparse en absoluto por los inevitables efectos inflacionarios; en las circunstancias actuales, pocos se preocupan por el mediano plazo y ni
hablar del largo. También es probable que opten por enviar paquetes de ayuda sustanciales a países en dificultades, entre ellos la Argentina, porque no les convendría que cayeran en el caos. Sin embargo,
para mejorar su desempeño, éstos necesitarían mucho más que dinero; en la mayoría de casos, podrían absorber cantidades casi infinitas de dólares sin hacerse más productivos.
Así y todo, a diferencia de la mayoría de los países africanos, muchos latinoamericanos y asiáticos, la Argentina aún posee suficientes recursos humanos
como para amortiguar el impacto del virus. Ni siquiera los distritos más necesitados del conurbano bonaerense pueden compararse con la ciudad nigeriana de Lagos, de 21 millones de habitantes, en que para la mayoría
faltan los servicios más rudimentarios, o los atiborrados campos de refugiados de Siria y Bangladesh. Lo único que podrán hacer quienes viven en estos es rezar para que tengan razón los exaltados
predicadores islamistas que les aseguran que el virus no los tocará.
De todos modos, no cabe duda alguna de que serán brutales las consecuencias económicas de la pandemia –mejor dicho, de la decisión casi unánime de subordinar
todo a la lucha contra el virus, algo que no sucedió en otras épocas cuando hacían estragos la gripe española, seguida muchos años más tarde por la asiática y la porcina–,
pero si bien parecería que el consenso es que el coronavirus marcará un antes y después, un punto de inflexión, y que en adelante nada será igual, no hay ningún acuerdo en torno a
lo que cambiará.
Con escasas excepciones, quienes hablan de lo que según ellos está por venir quieren ver confirmadas sus propias esperanzas. Así pues, los internacionalistas dicen
que habrá un mayor grado de cooperación internacional; los nacionalistas festejan los cierres de fronteras: los izquierdistas insisten en que por fin la gente entenderá que el Estado cumple una función
fundamental; los de derecha se consuelan al señalar que en muchos lugares estén eliminándose obstáculos burocráticos supuestamente imprescindibles, lo que a su juicio justificaría
la eliminación de una multitud de puestos públicos superfluos: quienes no quieren al capitalismo acusan a los empresarios de pensar sólo en sus propias ganancias; los convencidos de que el futuro del país
y de sus habitantes dependerá del sector privado, contraatacan diciendo que la fortísima presión impositiva los ha asfixiado tanto que ni siquiera los más solidarios podrán continuar pagando
a sus empleados.
¿Se harán más igualitarias que antes las distintas sociedades, aunque sólo fuera por la conciencia de que la extrema pobreza plantea riesgos sanitarios a los
acomodados? Aunque la mayoría realmente quisiera que se redujera drásticamente las diferencias existentes, nadie sabe cómo hacerlo, ya que, como es el caso aquí, limitarse a entregar más
fondos a quienes figuran como líderes comunitarios, sean piqueteros, punteros, religiosos o intendentes, no haría mucho más que consolidar la situación actual que, por cierto, no se caracteriza
por la movilidad social en ninguna parte.
Cuando el régimen chino puso en cuarentena primero a una gran ciudad como Wuhan y después a una provincia, muchos occidentales lo creyeron excesivo, pero, alentados por
el ejemplo brindado por Xi Jinping, gobiernos democráticos como los de Italia, Francia y España, seguidos por los del Reino Unido y Estados Unidos, no tardaron en hacer lo mismo con algunas variantes menores
sin tener que enfrentar protestas organizadas.
Para muchos, la facilidad con la que en sociedades orgullosas de su respeto por los derechos individuales la ciudadanía se resignó a un grado de autoritarismo que hasta
entonces creía inconcebible es inquietante. Temen que persista cuando la vida se haya hecho más “normal”, que la gente confíe demasiado en la sabiduría de los gobernantes locales y en
la voluntad de la policía de resistirse a la tentación de actuar con más contundencia que la exigida por las circunstancias. También les preocupa la falta de tolerancia hacia aquellos que en su
opinión han cometido infracciones menores de la nueva legalidad aun cuando no hayan puesto en peligro la salud de nadie; en Inglaterra, comparan tales personajes con los informantes reclutados por la Stasi, la policía
de seguridad de la Alemania Oriental comunista.
Por lo demás, aunque casi todos dicen entender que sería peor que inútil intentar interpretar lo que está ocurriendo a través de lentes ideológicas,
muchos encuentran irresistible la tentación de hacerlo. No sólo en sus propios países sino también en otras partes del mundo, los juicios acerca de la conducta de distintos políticos dependen
más de la imagen que habían adquirido antes que de lo que han hecho luego de caer sobre sus países la pandemia. Si, aconsejados por epidemiólogos renombrados, modifican la estrategia original sugerida
por otros de prestigio equiparable, los resueltos a aprovechar una oportunidad para denigrarlos los critican con furia ya por cambiar de opinión, ya por no haberlo hecho antes. Entre los blancos preferidos de tales
ataques están Trump y Boris Johnson, pero parecería que los esfuerzos de sus adversarios por tratarlos como imbéciles torpes han sido contraproducentes; en ambos países anglohablantes, ha subido
el nivel de aprobación que ostentan, si bien no tanto como el de Alberto Fernández que, por ahora, disfruta del apoyo del grueso de quienes no lo votaron en octubre pasado a pesar de los intentos de ciertos oficialistas
notorios de politizar la emergencia.
(*) Exdirector de The Buenos Aires Herald (1979-1986)
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