Por Carlos Ares (*) |
¿Y nosotros, qué? ¿Callar, porque en esta tenemos que estar “todos juntos”?¿Negar los apoyos a otras “guerras” y las vergüenzas que
aún sentimos? ¿Dar vuelta la cara a esta tragedia, como a los pibes que regresaron de Malvinas en trenes nocturnos? ¿Olvidar el tendal de mentiras, los muertos en atentados, en la inundación de La Plata,
los muertos en vida que ignora la manipulación de los datos de la inflación, de la pobreza y, de paso, dar por terminados los procesos contra los responsables de los choreos en estos últimos treinta años?
Cargamos ya con demasiado sobrepeso de silencio cómplice.”(...) será el silencio el que erice la conciencia de quien traicionó el reclamo de justicia de los
85 muertos en el atentado contra la AMIA y el que deje al descubierto el encubrimiento intentado. Y será el silencio el que descubra la magnitud de la tragedia vivida. La misma tragedia que Cristina solo podrá
negar hasta que el silencio la aturda” ( Alberto Fernández, 2015).
“Abuelos” a cuidar, cuando piden el voto, “jubilados” a los que ajustar cuando no quieren bajar otros gastos de la política. Un fiscal podría actuar
de oficio y acusar por estrago culposo a los funcionarios responsables y a los partícipes necesarios: los directivos de los bancos, la conducción del gremio y los que no advirtieron a tiempo qué podía
ocurrir. La familia judicial, siempre tan entregada, resistirá las presiones del poder cuando vuelva a trabajar.
Gomería sí, Justicia no. La Corte Suprema no la considera un servicio esencial. Solo se mantiene la guardia necesaria para atender casos de urgencia, cómo liberar
a Boudou y otros asuntitos pendientes. Vamos a aprovechar que no pueden salir a insultarnos. El recital mediático sobre “los ladrones de fideos”, la banda que retoca los precios de las compras en el Estado,
se posterga sin plazos. Si los periodistas callan, ¿por qué deberían hablar los jueces?
El call center del tiempo nos ha dejado en espera. Se escucha el rumor incesante de las noticias en loop, ese réquiem, ese adagio tan triste, la musiquita del futuro. Mientras
aguardamos que responda, quieto ahí, confinado, mirando tu pedacito de cielo en el rectángulo de una ventana, quizá te fugues y vayas a correr por un potrerito, un baldío, a sentarte abajo de un
árbol, a protegerte de la llovizna en el umbral de una calle ¿conocida?, de un barrio. ¿conocido?, a recordar qué fue de vos antes, durante, qué hiciste de bien o mal.
Tal vez te preguntes por aquel país siempre prometido. ¿Cuántos años faltan para que se cumpla la condena al éxito, la liberación de andá
a saber qué o quién, y ya no sean necesarios los punteros, los operadores, los fanáticos, los que roban fideos para la política, ni trolls, ni bajadores de línea, ni haya que aplaudir, ni
defender nada al extremo, ni controlar, ni censurar las ideas ajenas a las propias, ni arengar, ni cantar himnos, marchas, repetir consignas, ni hacer discursos invocando la patria, el pueblo, los trabajadores? ¿Cuánto
más?
Cuando leas, cuando reescribas este texto según tu mirada, coincidas en algo o no, si es que estás así, ahí, en ese estado a la vez de bajón, reflexión,
comprensión y consiguiente bronca, hace oír tu voz donde puedas a pesar del barbijo que te pongas o te aten a las orejas los foros, las redes, los medios. Hay personas abandonadas a su suerte que mueren en soledad,
sin nadie más que unos pocos suyos que las nombren, les den la mano, un beso, las despidan y lloren por ellos y ellas. Sin que se diga y se sepa que las mataron, que fueron víctimas de acciones criminales.
(*) Periodista
© Perfil.com
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