Por Roberto García |
Como si le hubiera costado asumir su protagónico rol
en la catástrofe sanitaria, semejante a otros azorados jefes de Estado del mundo.
Ni una ayuda de la silenciosa Cristina, quien lo entronizó en la Rosada y, ahora se limita a responsabilizarse solo por su hija, a quien piensa visitar mañana en Cuba (una complicación para el eventual regreso, la posibilidad de encerrarse en cuarentena hasta por razones de edad ya que ha
superado los 65).
Tampoco, en la crisis, lo ha asistido con destreza su gigantesco equipo ministerial y ha quedado al descubierto que la capacidad instalada del país –como en otras naciones– no alcanza para enfrentar una pandemia: de ahí las medidas extremas, que pueden ser superiores
a lo que el virus requiere.
Recuperación. Sin embargo, a Fernández, en términos políticos, esta obligada y desgraciada
inmersión sanitaria le permite recuperar un terreno que había perdido en apenas 90 días de gobierno. Una rifa.
También se ha destruido una repetida y discutible leyenda: el peronismo siempre se favorece con los acontecimientos internacionales cuando llega al Gobierno, disfruta del poder para gastar o malgastar el presupuesto. Se citan como ejemplos las reservas de oro de la Segunda Guerra, entre otras lindezas, que Perón disipó en su
primer mandato o el alza de los precios de la soja que benefició a Kirchner también en su alegre primera etapa.
A Fernández no le han salido esas bolillas favorables en su examen inicial, inclusive el bajón en los mercados por la caída del precio del petróleo destruyó la tontería mágica de Vaca Muerta, recetada como salvadora por economistas de distintas layas, en particular algunos del mundo neoliberal. En esa recomendación iban juntos
de la mano Arriazu y Kicillof.
Justo cuando uno de los principales sindicalistas, de esos que “quieren ayudar”, empezó entre sus pares a preocuparse por la parálisis económica
local y preguntaba si a Fernández le quedaba grande el saco (como si él fuera un dechado de elegancia), el coronavirus irrumpe como un fenómeno que abarca a todos, unánime, como pasó con Malvinas.
Y como sucedía en el siglo pasado que ante posibles golpes de Estado, la gente corre a acumular fideos, arroz y aceite, entre otros productos. Se instala un cambio imprevisto
y, al Presidente, si jugara a la Oca, le toca retroceder al momento de su asunción, cuando a gusto o con la nariz tapada, propios y ajenos se alinearon bajo su mando.
Hasta Cristina, entonces, parecía subordinada, y el macrismo prefería que “le vaya bien a Alberto”, sobre todo en boca de Rodríguez Larreta o la
Vidal.
Alternativas. Ese retraso en el juego de mesa lo auxilia al mandatario: en tres meses había perdido autoridad
y su propio y único conglomerado empezó a dividirse en cuatro alternativas por lo menos: el mundo de AF, el cristinismo y La Cámpora, la potencia virtual de Sergio Massa y hasta el incipiente peronismo
tradicional que encabezan De Vido y Moreno, por no citar ramas dormidas como el núcleo de intendentes, gobernadores, grupos sociales o sindicatos.
Al margen del drama económico de la discusión de la deuda, Fernández no podía afirmarse en ese andurrial político y quien se postulaba como heredero de las costumbres
de Néstor Kirchner demostró que no podía proceder como su admirado jefe. Un problema de conducción: permisivo, se distrajo por impericia o indolencia, y dejó pasar rebeliones y desobediencias
hasta en su propio círculo, episodios que para el extinto sureño hubieran sido intolerables. Desgaste prematuro en 90 días, hasta disminuyó el encono contra Macri para unir voluntades.
Fingimiento. Nació torcido AF, impuesto por alguien que finge ser subalterno. Pero Cristina, a pesar de
ciertos condicionamientos, mantiene más de un metro de distancia con Alberto como si el hisopado del Presidente hubiera dado positivo.
Insiste, ante quejosos simpatizantes que le reclaman por cierta parálisis gubernamental, que ella no es un Muro de Lamentos: “hablen con quien corresponda, yo no gobierno”.
Cuesta creerle, pero hay áreas que ignora, parece interesada en Justicia –Alberto no la consultó para una posible reforma– y Energía. Sacó tarjeta roja a algún nombramiento y hasta tragó varios sapos, como el de Vilma Ibarra (autora de un libro devastador sobre ella).
Ni se inmuta tampoco cuando Alberto homenajea a Righi, a quien ella objetó por influencia de un Amado Boudou quien había denunciado al estudio del abogado como extorsionador. Pero después ella ni movió una uña
para que su ex vice evitara la cárcel.
En su Instituto, el Patria, arde una usina en busca de cargos y críticas que lastimen a Fernández, y ella misma se ha pronunciado sobre los presos políticos rechazando la tesis contraria del Ejecutivo. Como si ella no formara parte de ese cuerpo. Otros también lijaron a Alberto tipo tablón, caso de la ministra y defensora de Milagro Sala que aspira a la Corte. La lista es larga. Y explica el
deterioro, sumado a disloques como el de Ginés González García (hizo anuncios impertinentes sobre el coronavirus que enfadan a la sociedad, la misma que lo calificaba como el mejor ministro del Gabinete)
o la torpeza elemental de la Ibarra, quien 24 horas antes de conocerse el último decreto sobre la lucha contra la peste se lo comunicó a un medio amigo, ignorando que temas tan graves de la salud pública
se deben comunicar por cadena y sin privilegios. También Vilma parecía lo mejorcito del Gabinete.
Aun entre tantas peripecias, AF volvió al punto de partida, gracias al terror y la incertidumbre de la pandemia. Como en la guerra de Malvinas. Y como entonces, puede pasar de héroe a villano con pasmosa velocidad. Depende ahora de sus propias medidas sobre la salud, la economía, logística y seguridad.
El imponderable le brinda una segunda oportunidad.
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