Por Carmen Posadas |
Por un lado, los listillos y los miserables tratarán de sacar tajada de
la situación. Se habla ya, por ejemplo, de que, sabiendo que la gente, en especial personas que viven solas, está en casa, los amigos de lo ajeno han abierto una nueva línea de negocio. Fingirse inspectores
que vienen a ‘comprobar’ que se cumple el aislamiento y, una vez en el domicilio, aprovechan para amedrentar y robar a sus víctimas. Abundarán también, sin duda, las pequeñas mezquindades,
como el acaparador de algún bien de primera necesidad o los pícaros que intentan sacar tajada revendiendo algo. En los Estados Unidos, por ejemplo, el último día antes de que Trump prohibiese los
viajes desde Europa, una persona llegó a pagar 25.000 dólares por una plaza en turista para volver a Nueva York. Seguro que no faltarán tampoco los irresponsables, esos a los que el prójimo les
trae al fresco y allá cada palo que aguante su vela, porque yo haré lo que me dé la gana, ya sea saltarme la prohibición de salir de mi ciudad o pasearme por ahí esparciendo miasmas.
Y, sin embargo, más allá de mezquinos, frívolos y aprovechados, el coronavirus servirá también para que aflore lo más grande y generoso
del ser humano. Lo estamos viendo ya. Personas que espontáneamente se ofrecen a sus vecinos de más edad para hacerles la compra y dejársela ante su puerta; otros que entablan conversación con esa
vecina de rellano a la que, en circunstancias normales, solo le dan los buenos días, pero ahora intuyen que está muy sola y bien merece una sonrisa y un poco de compañía… Los balcones dan
para mucho.
Me emocionó, por ejemplo, saber que en Italia la gente hace quedadas por la noche para cantar a coro, acompañada de acordeones y panderetas, de modo que la ciudad entera
vibre a un mismo compás. Esta iniciativa en concreto me ha parecido especialmente reveladora. Yo hubiese pensado que el encierro nos convertiría a todos en practicantes de hikikomori, término con el que los japoneses designan el ‘aislamiento social extremo’. Un fenómeno cada vez más común que hace que personas,
en especial jóvenes, decidan socializar solo por las redes sin tener contacto alguno con el mundo exterior. Como las crisis son tan devastadoras como reveladoras, estoy empezando a pensar que al coronavirus deberemos
un interesante descubrimiento. Según recientes estadísticas, en España el 93 por ciento de la población es usuaria de Internet. Se calcula que a día de hoy (aunque las cifras aumentan a velocidad
vertiginosa) pasamos una media de cinco horas y dieciocho minutos conectados a Internet a través de cualquier dispositivo. A las redes sociales dedicamos una hora y cuarenta minutos, mientras que invertimos tres horas
viendo películas y algo menos escuchando música.
Sin embargo, tal vez con la llegada del coronavirus apreciemos que no somos tan hikikomoris como pensábamos. Cuando una epidemia nos enclaustra en casa, descubrimos que, en vez de hundir la nariz en el móvil, lo que de verdad necesitamos es
contacto. No virtual, no por Facebook ni por Instagram, no para cotillear cómo se coloca la mascarilla el tonto influencer de turno, sino interacción real con el vecino de al lado. Por eso cada vez estoy más convencida de que, cuando pase esta emergencia, veremos el
COVID-19 no solo como una amenaza ya lejana, y posiblemente demasiado sobrevalorada, sino también como el inesperado agente que nos descubrió algo que se había olvidado. Que hay vida más allá
de las pantallas y que, cuando la adversidad arrecia, lo único que de verdad conforta es el contacto humano, el de siempre, el de toda la vida.
© XLSemanal
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