Por Loris Zanatta (*)
Dicen que es una guerra. Puede ser, pero hay que tener cuidado, las metáforas siempre esconden alguna trampa: ¿acaso una pandemia se combate con las mismas armas que una
guerra? De todos modos es cierto que, como las guerras, las pandemias matan, destruyen, asustan. Llamémosla guerra, entonces. Y si es guerra, preguntémonos: ¿dónde están nuestros generales?
¿Los Roosevelt, los Churchill, los De Gaulle? Dejemos de lado a Stalin, el único del que prescindiríamos, el único que tiene un digno heredero. En medio del caos mundial, Putin se aseguró la
reelección de por vida, como un zar, un jerarca comunista, un caudillo latinoamericano; mientras tanto, calla sobre el coronavirus en su país.
No estoy hablando de un cabecilla, un demagogo de balcón, un esperpento. Hablo de líderes, hombres y mujeres confiables, personas serias y preparadas, símbolos morales
capaces de hablarle al corazón usando la razón, de invocar la razón con el corazón en la mano. ¡O al menos de no caer en lo ridículo y trivial! ¿Dónde están? Éranse
una vez las grandes democracias anglosajonas. Eran nuestro faro. ¡Cuánto las necesitaríamos hoy! Pues mírenlas. Donde estuvo Roosevelt, hoy está Trump. Vaya abismo. El virus se extendía
y él se encogía de hombros: no pasa nada, decía jactancioso, la gorra de béisbol en la cabeza. ¡Qué previsor! Ahora que la muerte llama a su puerta, ofrece billones para comprar vacunas
imaginarias, para subirse al caballo de la historia que no vio pasar. Lamentable, va de un extremo a otro, sin brújula ni dignidad; sepulturero de una gran nación, del liberalismo ilustrado que alimentó
sus orígenes. ¿Y Johnson en Londres? Con Trump comparte estilo y peluquero; es a Churchill lo que aquel a Roosevelt; la distancia es sideral. ¿Su propuesta para combatir la pandemia? Terapia darwiniana: prepárense
a llorar sus viejos, anunció. Una locura: tuvo que dar marcha atrás. La historia le pasó por encima como una plancha.
También salieron planchados Sánchez y Macron: ¡qué decepción! Será porque lo miré desde Italia, donde nos tocó ser los primeros
en Europa, y al comienzo nos explicaron que era una fiebre estacional, que muchos más mueren por accidentes de tráfico o gripe. Palabras al aire, comparaciones sin sentido, insultos a la inteligencia. No tardamos
a entenderlo: la curva de contagios se empinó, las terapias intensivas se atascaron, nuestros seres queridos empezaron a morir solos, sin caricias ni despedidas. "Los italianos de siempre", se mofaron los
primos europeos, organizando marchas para el 8 de marzo, desfilando en el festival de pitufos. Yo miraba y pensaba: ¿están locos o son estúpidos? Implacable y repentina, la historia cruzó las fronteras:
ahí están, nadando ahora en nuestras propias aguas.
La lista de desatinos es interminable. ¿Qué decir de los amuletos de López Obrador? ¿De los chistes sosos de Bolsonaro? Si no fuera trágico, los mataría
una carcajada: ¡que personajes! Se tendrán que tragar todo, disculparse y avergonzarse, si es que conocen la vergüenza. Pero es inútil quejarse: los hemos elegimos, preferimos los demiurgos a los competentes,
los predicadores a los constructores, la promesa fácil a la realidad incómoda, los populistas a los estadistas, personas a las que la historia les queda muy grande. Así que ahora nos encontramos en medio
de la tormenta, con los monos al timón.
Son tiempos difíciles para aquellos que confiamos en la razón contra la irracionalidad y en la libertad contra la sujeción. La epidemia infla las velas milenaristas,
hace resonar las sirenas mesiánicas. ¿Cuántos huirán de la historia mitificando paraísos perdidos? ¿Cuántos renegarán de la ciencia abrazando la superstición? ¿Cuántos
invocarán la fuerza del Estado contra la tolerancia social? Ya se escucha invocar al Cristo pantocrátor que castiga los pecados; ya se ve señalar con el dedo la conspiración "neoliberal"
que mueve los hilos del mundo: como la belleza, la estupidez no tiene edad.
¿Exagero? Me temo que no. Ya está en el aire. Nos dirán que el modelo es China, son Venezuela y Cuba; que como somos menores irresponsables no merecemos tanta libertad;
que las sociedades cerradas son más eficientes que las abiertas, que el orden militar protege más que el orden civil, la dictadura más que la democracia; que como es una guerra, el rebaño dispone
de las ovejas, la patria de los ciudadanos. Cualquiera que haya escuchado al ministro Berni arengar a la policía bonaerense habrá sentido un escalofrío por la espalda: ¿quiere contener el virus o
hacer las cruzadas? Cuánta retórica vacía, cuánto énfasis barato: se cree Torquemada; hace recordar la "loca academia de policía".
¿Qué hacer entonces? ¿No nos queda más que encerrarnos en casa esperando que la pandemia pase? ¿Que arrojar desde nuestro sofá abstractas invectivas
contra el Estado Leviatán? Ay del liberalismo ridens. Frente a quienes confunden la libertad con una licencia para infectar, el Estado debe imponer límites y sanciones, no cabe duda de eso. No hace falta citar
a los clásicos, el sentido común es suficiente. Pero aquí viene la parte más delicada y difícil.
Hay distintas maneras de ejercer este poder: una cosa es castigar los comportamientos dañinos para la comunidad; otra cosa es silenciar a los críticos invocando al "enemigo"
que se encuentra a la puerta de la patria. La coerción no debe prevaricar la persuasión, la emergencia no debe eclipsar la prudencia, la necesidad no puede prescindir del consentimiento. Las medidas excepcionales
no deben entenderse como cheques en blanco para los gobiernos, sino como un acuerdo entre gente de palabra. Son intercambios honorables a través de los cuales los ciudadanos renuncian temporalmente a parte de sus libertades
a cambio del compromiso de las autoridades de no abusar de sus poderes. Como todos los acuerdos, funciona si hay confianza mutua. Si se la traiciona, el pacto salta, todo se derrumba. Nuestra solidaridad social no debe confundirse
con sumisión.
Hoy todo pinta negro y los pájaros de mal agüero tienen su momento de gloria. Así será por un tiempo. Pero yo no desesperaría. De a poco, los hechos
se abrirán camino. Demostrarán que no son las oraciones o las ideologías las que derrotan a las pandemias, sino la ciencia y los médicos, la responsabilidad de los ciudadanos y la solidez de las
instituciones. La libertad y la razón volverán a la montura de donde hoy parecen desarzonadas. Y nos recordarán que, si bien es cierto que las infecciones son globales porque global es nuestro mundo, no
será levantando barreras que las detendremos: global y racional es el problema, global y racional el remedio. Mientras tanto, quién sabe, podríamos haber aprendido a seleccionar mejor a nuestros dirigentes,
a distinguir los farsantes de los personajes históricos.
(*) Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario