Por Arturo Pérez-Reverte |
El parasitismo que algunas televisiones, prensa en papel y digital, y por supuesto las redes sociales, practican comentando declaraciones o artículos ajenos, incluye a menudo esos ataques. Que no
vienen de lo que –también simplificando mucho– podríamos llamar derecha, sino de la izquierda. O de lo que en esta España desmemoriada y ágrafa algunos creen que es, o debería
ser, la izquierda.
Llevo tiempo dándole vueltas, y no me gusta. Puedo estar equivocado, pero el paisaje no es alentador. Según los cánones que se consolidan no sólo en España
sino en lo que antes llamábamos Occidente, ser de izquierdas no exige ya un posicionamiento ideológico definido, como fue en el pasado. Ahora, para ser de izquierdas o que te consideren como tal, basta con un
par de circunstancias o actitudes que a veces ni siquiera dependen de uno mismo: respeto a los emigrantes, ser feminista, antihomófobo, proabortista, antitaurino, cobrar poco, estar en paro, no tener futuro o preocuparte
por la salud del planeta; mientras que no se acepta bajo ningún concepto –complicaría la simpleza del esquema–, que alguien de derechas pueda compartir alguna de esas ideas o circunstancias.
Según datos frescos, 32 de cada 100 españoles nunca leen libros. Por otra parte, sean de izquierdas o derechas, la mayoría recibe información a través
de redes sociales o no la recibe en absoluto. Y tal vez está ahí la clave: no existe inquietud intelectual. Ni lecturas, ni análisis. El mundo se simplifica de modo equivocado y peligroso en buenos y malos,
ricos y pobres. En rencor del que no tiene hacia el que tiene, y en miedo del que tiene a perderlo. Y se extiende peligrosamente la falsa creencia de que quien reivindica, protesta, pelea, siempre es de izquierdas.
Como a principios del siglo XX, igual que la derecha española es otra vez analfabeta, vuelve a haber una izquierda que también lo es, manejada por los pocos que sí
han leído –aunque sus lecturas sean a veces limitadas– y conocen los mecanismos. No se siente ya la necesidad de leer. Hace medio siglo, el acto podía ser arriesgado: se buscaban libros para saber,
para comprender, y a veces poseerlos implicaba multas y cárcel. La izquierda era culta, o quería serlo. Sabía que no bastaba con querer cambiar el sistema, porque un sistema se cambia si lo estudias, contextualizas
y conoces. Cuando en pleno franquismo Javier Marías era opositor clandestino y el director de cine Agustín Díaz-Yanes jefe de célula comunista, arriesgando ambos ir a prisión, lo eran porque
al mirar alrededor no les gustaba lo que veían; porque tenían conciencia de la injusticia, aunque ellos particularmente estuviesen bien. Así que leían, discutían, actuaban. Querían
comprender el mundo para hacerlo mejor. Era el suyo un impulso generoso, arriesgado y solidario. Ahora, sin embargo, buena parte de quienes los llaman rancios y gruñones se reivindican ellos mismos, y ni siquiera a
todos. El todos suele ser una excusa que se desvanece en cuanto el interés particular queda a salvo.
Era entonces muy distinto ser de izquierdas, como digo. Había una conciencia intelectual que hoy usurpan lugares comunes, emociones e intereses particulares, con reivindicaciones
que se atemperan según le va a cada cual. En su mayor parte, la gente sale a la calle a gritar qué hay de lo mío, y antes no era así. La izquierda que yo conocí pretendía cambiar el
mundo con independencia de su posición social o privilegios. Era solidaria y miraba lejos, quizás porque aún no conocía los miedos de ahora; conseguir trabajo era más fácil, y lo que
buscaba era una mejora colectiva. Por eso leía en busca de una solvencia intelectual que hiciese de palanca. Hoy no es así: el aparato que maneja la autodenominada izquierda única es simple y desolador:
tuiteos de algún iletrado, tertulias de la tele, monólogo de un humorista. Cualquier indocumentado, cualquier ingenuo, pueden apuntarse a eso. Por ello no es extraño que los veteranos izquierdistas, que
lo fueron a su verdad y riesgo, se choteen de tanto asaltador de cielos de vía estrecha. O de tanto oportunista analfabeto sentado en las Cortes, cuyo único riesgo es que el maître del restaurante o el
taxista que los lleva de copas no acepten la tarjeta Visa del Parlamento.
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