Por Carmen Posadas |
Además, el hecho de que una peli, un libro o cualquier otra manifestación artística sean jaleados y recomendados tan entusiásticamente
también me predispone en contra. Así de rara soy, lo más opuesto que existe al proverbial «¿dónde va Vicente? Donde va la gente». En este caso, no se trata de un prejuicio, sino
de un hecho constatable. La mayoría de las veces lo que tanta fascinación general despierta no es que me deje fría, me deja más bien ojiplática y preguntándome qué demonios
le verán a aquello.
Aun así, en el caso de Parásitos, decidí hacer una excepción. Primero, porque en mi cine favorito (siempre voy al mismo, soy animal de costumbres) no ponían ninguna otra peli que me interesase. Y, segundo, porque este año
he sido muy aplicada y he visto prácticamente todas las nominadas a los Oscar y quería averiguar por qué Parásitos les había ganado de tal modo la mano. Mi cine solo exhibe películas en versión original, de modo que ahí tienen a servidora de ustedes rodeada de rumiantes de palomitas dispuesta a tragarse dos horas y media de diálogos
en coreano. En los primeros minutos, creí ver cumplidos mis peores presagios, porque la historia comienza en un sórdido sótano en el que abundan la mugre y las cucarachas en el que vive una familia (padre,
madre, hijo e hija) que se gana el sustento plegando cajas de pizza. Sin embargo, apenas unos minutos más tarde, y a pesar de la barrera del idioma, surge
esa inigualable lengua universal que es el humor y todo cambia. Será por el humor, también por la solidez del guion, pero pronto uno se olvida de que no entiende ni papa de coreano porque lo que se cuenta pasa
en Seúl, pero podría pasar igualmente en Nueva York, en Londres, en Madrid o en cualquier otro lugar en el que convivan la opulencia con el Cuarto Mundo. Con este concepto se define a la población que
vive en condiciones de extrema pobreza, pero no en países remotos y desfavorecidos, sino aquí mismo, entre nosotros, en las grandes urbes, de modo que a su falta de trabajo y de medios se unen la marginalidad,
la exclusión social y, lo que es aún más duro, la comparación permanente entre su vida de penurias y el derroche de los ricos más ricos. De esos mundos contrapuestos encarnados en dos familias,
una próspera, la otra miserable, trata Parásitos y es tan fácil identificarse con lo que en ella se narra que mueve a la reflexión.
Hace años, cuando era adolescente, un estudiante de Liberia con el que coincidí en Londres me contó que su libro favorito era el Quijote. Le pregunté si era por el exotismo, porque hablaba de lugares y objetos muy ajenos y desconocidos para él como molinos de viento, caballeros andantes o ventas
manchegas. Dijo que no. Que le gustaba porque hablaba de Liberia, también de su familia y hasta de sí mismo. «Don Quijote nació en Monrovia», concluyó enseñándome algo
que más tarde puede comprobar también a lo largo de otras lecturas. Que los mejores libros (y también las mejores películas), aunque cuenten una historia localista y circunscrita a un lugar y una
situación muy concretos, en realidad hablan de lo que nos atañe a todos. Aunque traten de los hidalgos manchegos a los que se les va la cabeza por leer libros de caballerías. O de probos funcionarios checos
que despiertan un día convertidos en horrendos insectos. O –salvando todas las distancias estéticas y de talento que ustedes quieran– de cuatro coreanos desesperados que malviven plegando cajas de pizza en un barrio extremo de Seúl.
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