Por Manuel Vicent |
Frente a cualquier catástrofe a la que nos conduzca la peste, el polen y las semillas sembradas esta primavera
al final ganarán la batalla como siempre.
El trigal que ahora se ondula sobre las colinas será el pan de mañana; entre los surcos abrirán las verduras su corazón de nieve; toda clase de frutas llenará
en verano los mercados callejeros y las cepas del viñedo que están despertando producirán en otoño ese vino, que será necesario para brindar por el mal recuerdo de la tragedia. Las golondrinas
han vuelto a sus nidos de antaño, los pájaros chillan y se persiguen frenéticamente para copular en los tejados. Puede que al final nos salve de esta catástrofe humanitaria un poco de sol en la
ventana y ese geranio que florece en el balcón desde donde cada noche se aplaude el honor de nuestros héroes sanitarios.
Ahora, al despertar cada mañana, comienza esta pesadilla que nos obliga a vivir como una realidad angustiosa la ficción de aquellos relatos de pestes medievales, de ciudades
sitiadas y de naufragios que leíamos en los largos veranos de la adolescencia, tumbados en la hamaca, sin imaginar que un día seríamos protagonistas valientes o cobardes en una aventura semejante.
En el barco de la isla del tesoro al tripulante que sembraba el desánimo en medio de la tempestad se le arrojaba al agua. Si el optimismo es un arma de combate, también
merece un aplauso la primavera.
© El País (España)
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