Por Héctor M. Guyot
A tres meses de iniciado el nuevo gobierno, el Presidente sigue siendo una incógnita. Conocemos a la vicepresidenta, que no volvió ni mejor ni peor, sino igual. Con ella
regresó el gesto monárquico que subordina las leyes a la voluntad de una persona.
En campaña, acaso por razones de marketing, el Presidente dijo que Cristina Kirchner y él eran lo mismo. Si por
entonces esa frase no parecía más que un señuelo para reunir a todo el peronismo detrás de una fórmula, hoy esa identificación resulta todavía menos creíble. Los unió
la necesidad, la ambición y la falta de pudor, y no mucho más. La asociación -sellada con un contrato que, a la luz de los hechos, podemos imaginar- resultó exitosa: los catapultó a ambos
a lo más alto del poder. Sin embargo, ahora pasa factura. No a la vicepresidenta, que obtuvo así su pasaporte para dejar atrás la indefensión del llano, sino al Presidente. Y, sobre todo, al país
que bendijo esa vuelta impensada.
¿Quién es Alberto Fernández ? ¿Aquel que no encontraba nada virtuoso en el último mandato de Cristina? ¿El que decía que su vice tiene una
"enorme distorsión sobre la realidad" e hizo un daño "deplorable" a las instituciones? ¿El que afirmó que el mismo tratado con Irán por ella firmado era la prueba del encubrimiento?
¿O es en cambio el que se desdijo de todo eso y hoy acompaña con convicción el relato del lawfare ? Tal vez Fernández tampoco haya cambiado y siga pensando como en 2015. Al menos, así ve al
Presidente buena parte de la opinión pública y de la oposición. Para esta mirada, entre Alberto y Cristina hay algo más que una diferencia de formas o estilos. Concederle a Fernández el atributo
de la razonabilidad, reconocerle intenciones constructivas, resulta para esta perspectiva un modo de defenderlo contra los gurkas del kirchnerismo duro, que con sus exabruptos e ideas extremas lo dejan una y otra vez en un
comprometido offside.
¿Fernández tiene entonces los enemigos dentro de casa? Uno podría pensar que sí. Los kirchneristas puros quizá sospechen o adivinen que el verdadero
pensamiento del Presidente es el que pregonaba antes del pacto de la victoria: tiene de Cristina Kirchner, en el fondo, la peor de las opiniones. Acaso la propia expresidenta, que de simulaciones sabe bastante, lo vea de esta
forma. Pero también simula. Mantiene el bajo perfil y suelta a sus incondicionales para marcar la cancha. Otra conjetura posible es que el Presidente juega de razonable pero aprovechará, si le llega su hora,
el poder que los bárbaros del kirchnerismo cosechen en sus arremetidas. Pero lo cierto es que ese fuego amigo esmerila a un presidente en construcción que aún no ha podido calmar la expectativa por la
cual obtuvo el voto: salir de la malaria económica.
¿Tenemos entonces dos gobiernos en uno? La iniciativa para intervenir la Justicia jujeña promovida por senadores kirchneristas parece confirmarlo. El gobernador de Jujuy,
Gerardo Morales, dice que Cristina impulsa este proyecto para lograr la libertad de Milagro Sala, con prisión domiciliaria tras una condena a 13 años de cárcel por fraude al Estado y asociación
ilícita. Pero el gobernador cree en el Presidente, hombre "racional y sensato", quien le aseguró que este asunto no es cosa suya. Con lógica irreprochable y alguna malicia, los líderes
de la oposición le pidieron a Fernández que les ordene a "sus" senadores detener el atropello. "Es un tema que ocurre en otro poder, no es una iniciativa nuestra", se desmarcó el Presidente,
cuya razonabilidad, como vimos también en otras oportunidades, tiene un límite.
Fernández muestra dos caras contradictorias. Y resulta inasible. No sabemos quién es. Está en una situación difícil, incómoda, pero la eligió
él. Se dirá que hizo lo que haría cualquier político con ambición: se subió al carro que lo llevó al poder. Pero hay un detalle: ese carro, del que Fernández se había
bajado, estaba conducido por alguien que no dudó en ir contra las instituciones y en dividir el país para alcanzar su sueño de eternidad. Ahora estamos todos arriba, en un viaje de pronóstico reservado.
A la incertidumbre local nacida de una inédita encarnación del peronismo se suma, ahora, una sensación de desasosiego global por la propagación del coronavirus,
un desafío que interpela al Gobierno y a toda la clase política, pero también a la conciencia individual de los ciudadanos. El comportamiento responsable de cada uno permitirá construir entre todos
la respuesta social que reclama una emergencia en desarrollo, en la que el cuidado personal suma al beneficio del conjunto. En este caso, desoír las reglas y los protocolos puede tener un costo grave. Con cierta demora
debida a una presunción equivocada del ministro de Salud, el Gobierno reaccionó con una serie de medidas tendientes a morigerar el impacto de la epidemia. Las comunicó el Presidente el jueves por la noche.
Y lo hizo en una cadena en la que, por primera vez, pareció dirigirse sin diferencias a todos los argentinos.
© La Nación
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