Ernesto Cardenal |
Ha muerto el padre Ernesto Cardenal y sobre su figura abundan los recuerdos, los perfiles, las estampas. Era un poeta, un revolucionario, un profeta, se lee por todas partes. Para algunos,
ya huele a santidad. Solo la entrada al velorio de algunos matones sandinistas perturbó la sinfonía de los violines, el candor de tanta hagiografía.
Dado que lo trataron como "traidor", su mito
se levanta aún más fulgente: tenía que ser un santo, ese hombre gentil de larga barba blanca, si los esbirros de Daniel Ortega lo odiaban tanto. ¿O no?
No quiero disertar sobre la persona, que pocos hoy en día recuerdan: que descanse en paz. Quiero reflexionar sobre su biografía política, sobre sus sueños
y nuestras pesadillas, sobre lo que sembró y lo que todos hemos cosechado. Creo que hacerlo es necesario e instructivo. Nadie como él ha encarnado, durante medio siglo, el "populismo jesuita": la planta
más difundida en la historia de América Latina, más aún que el cactus en México, la palmera en Brasil, el jacarandá en Buenos Aires.
¡Pero Cardenal no era jesuita!, protestará alguien. Lo sé. Por eso hay que aclarar el concepto. Llamo "populismo jesuita" al sueño eterno de restaurar
el Reino de Dios en la tierra, de "liberar" al "pueblo" del "pecado social" y conducirlo a la tierra prometida, al "orden perfecto", donde habrá desaparecido el egoísmo
y reinarán la fraternidad, la justicia y la paz. Transpuesto del empíreo del espíritu a la prosaica materia, de la parábola salvífica a la historia concreta, ese "pueblo" puro e
inocente son los "pobres" de América Latina. Al igual que los guaraníes de las antiguas misiones jesuitas, modelo de Estado católico y de sociedad cristiana, los "pobres" son virtuosos
por instinto y religiosos por cultura. Así es el relato del "populismo jesuita".
Que continúa: sobre ese "pueblo elegido", sobre el "pueblo" de los "humildes", cayó un día la furia corruptora de la modernidad capitalista,
la impiedad liberal con la que las potencias protestantes buscaban envenenar su alma, destruir su identidad, subyugar su patria. Para combatirlas, se precisaba la "redención", llamada "revolución".
El Estado revolucionario, como los antiguos Estados confesionales, debía borrar todo rastro de esas doctrinas blasfemas, desenvainar la espada contra los herejes y la cruz para imponer la fe.
Esta es la historia del "populismo jesuita" en América Latina y esta es, paso a paso, la biografía de Ernesto Cardenal. Desde los primeros comienzos juveniles,
cuando su sueño aún volaba sobre las alas de la hispanidad, viril y falangista, caudillista y corporativa, clerical y militar. Así fue hasta el advenimiento del hombre de la providencia, Fidel Castro.
Cardenal se enamoró perdidamente. ¿No tenía acaso su mismo pedigrí? ¿No era un vástago de los jesuitas? ¿No conocía a dedillo los discursos de José Antonio? ¿No
prometía "erradicar el egoísmo"? ¿No decía a los cubanos: "viviremos en paraíso"? Él y Fidel estaban cortados con la misma tijera, tenían la misma fe, odiaban
al mismo enemigo: soy "un comunista cristiano", se inflamó Cardenal.
Cuando visitó La Habana en 1970, no cabía en sí de felicidad. Los discursos de Fidel le sonaron a "liturgia de la palabra". Describió una ciudad
oscura y tetra, poblada por gente pobre y mal vestida, con largas colas en las escasas tiendas, librerías vacías. "Me encanta esta escasez", se alegró: "Esperemos que nunca llegue demasiada
abundancia". Fue la única profecía que acertó en su vida. "Aquí reina el Evangelio", señaló, aquí ha surgido un nuevo "orden sagrado".
En realidad, reunió una colección de horrores. Le contaron que había campos de concentración, persecuciones, torturas, libros quemados; que las cárceles
rebosaban de presos políticos, que en los colegios se realizaban siniestras "asambleas de moral comunista", autos de fe dignos de la Inquisición; conoció a mujeres furiosas, prisioneros humillados,
fieles exasperados. Los ricos existen, le decían, ¡son los dirigentes del partido! Nada. Para él, Fidel estaba en guerra "contra dos mil años de individualismo"; la espada al servicio de
la cruz, como siempre.
Nueve años después, el Reino de Dios abrió una sucursal en su tierra natal, Nicaragua. La revolución sandinista era cristiana y marxista; su programa, "el
Evangelio". El día del juicio había llegado: Cardenal fue nombrado ministro de Cultura; su hermano, jesuita de verdad, ministro de Educación y guía espiritual de la juventud sandinista. Había
un "pueblo" para evangelizar, una nación para redimir: ¿quién mejor que ellos para hacerlo? El papa Wojtyla estaba furioso: había visto suficiente marxismo en su vida. ¿Qué hacían
todos esos curas en el gobierno? La época del poder temporal de la Iglesia había terminado; la era de las misiones jesuitas también. En absoluto: cuando visitó Managua, los sandinistas lo cubrieron
de insultos. ¿Cómo se permitía ese polaco reaccionario no bendecir el paraíso que ellos estaban construyendo para la gloria del Señor?
Pero el Reino de Dios no es de este mundo y el de Nicaragua no se le parecía en nada. El aflato evangélico desapareció en la piñata sandinista, el botín
del Estado que los comandantes de la revolución se repartieron sin vergüenza. Por lo demás, el menú habitual: a Dios rezando y con el mazo dando, autoritarismo hispano y consignas antiimperialistas.
Fue demasiado incluso para Cardenal: se bajó del carro del régimen.
¿Arrepentido? ¿Resignado? Para nada: otro redentor, Hugo Chávez, se asomaba ya en el horizonte. ¿Otra vez la misma historia? Sí, otra vez. El anciano poeta
volvió a ser un joven revolucionario, empacó las maletas y voló a Caracas, la nueva capital del Reino. Mejor correr un velo sobre sus exaltadas odas de la revolución bolivariana, por respeto a quienes
la padecen. Baste decir que terminó así su crónica: "La lucha sigue y estemos seguros de que va a seguir, Dios mediante mi Comandante Jesucristo".
¿Qué pensar de tanta obstinación, de esta obsesión por el Reino de Dios en la tierra? Si los mismos ideales siempre producen las mismas consecuencias -opresión
y miseria- el hombre de ciencia o el ciudadano con sentido común deducirán que algo está mal con esos ideales. Pero para los hombres cegados por la fe no es así. Para ellos, la historia es la culpable
de no ajustarse a sus ideales. Por lo tanto, pretenden moldearla a su semejanza, como sea y caiga quien caiga: "Hay que reprimir al hombre para salvarlo", decía su amigo Fidel Castro. Mejor estar precavidos
frente a semejantes personajes, aunque escriban poemas y tengan una tierna barba blanca.
© La Nación
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