Por Almudena Grandes |
El físico, derivado de la doble jornada laboral que existe todavía por más que los
televisores estén repletos de buenos chicos que ponen lavadoras; el profesional, porque una mujer tiene que esforzarse más para que valoren su trabajo igual que el de los hombres; el mental, porque nosotras no
podemos bajar la guardia, dejar de justificar cada una de nuestras decisiones, andar por la calle tranquilamente, y también el cansancio intelectual. Una mujer no puede destacar en ningún aspecto sin que su presencia
se interprete como una amenaza al orden establecido, un desafío que estimula una producción de testosterona que fluye a chorros para marcar el terreno donde nunca debería haberse aventurado. Con ser todo
esto impresionante, ninguna variedad del cansancio me impresionó tanto como el relacionado con una observación de la autora.
Yo pertenezco a una generación de pioneras, leí, y me quedé perpleja. Nuria es siete años más joven que yo. A simple vista, no parece gran cosa, pero
cuando se acabó la dictadura yo tenía quince. Había sido educada para vivir en un país que, por fortuna, ya no existía cuando me matriculé en la Universidad. Nuria, desde los ocho
años, había vivido en democracia. Entre su formación y la mía se extendía ese feliz abismo. Por eso no entendí su afirmación. ¿Pioneras vosotras?, me pregunté. Ni
hablar, pioneras nosotras, que hemos tenido que improvisarnos como mujeres, salir al mundo sin manual de instrucciones, sintiéndonos tan alejadas de nuestras madres como de los modelos de un feminismo ausente en nuestra
infancia, una cultura que no podíamos entender… Antes de completar este razonamiento, que he enunciado en público muchas veces, recordé otra perplejidad. ¿Pioneras vosotras?, me había
preguntado mi tía Lola una vez, a la salida de un acto en el que había desgranado la peripecia de las mujeres de mi generación. Ni hablar, se contestó a sí misma, pioneras nosotras, las del
68, que tuvimos que hacerlo todo solas, en plena dictadura. ¿Pero entonces qué pasa?, pensé para mí misma, ¿es que aquí vamos a ser todas pioneras?
Esa es la maldición del feminismo español, la maldición de las mujeres españolas. Estamos condenadas a ser perpetuamente pioneras porque nuestros logros no
se consolidan, porque los avances no pasan de la fase de experimentación. Cuando parece que ya estamos llegando, que ya estamos ahí, tocando el cielo de la igualdad con las manos, algo se mueve en la base, alguien
mueve la escalera, y nos desequilibra para hacernos perder pie. Y es cierto que no volvemos al suelo. Pero también lo es que cuando nos recomponemos, estamos en un peldaño que ya subimos hace tiempo y que jamás
creímos que tuviéramos que superar otra vez. Para decirlo con la gracia que derrochó Rosana Torres la última vez que nos citamos para ir a una manifestación a favor del aborto —cuando
el tren de la libertad llegó a Madrid, en febrero de 2014—, mis amigas y yo ni siquiera podemos seguir gritando nosotras parimos, nosotras decidimos, porque ya estamos todas menopáusicas.
Más allá de la fertilidad de cada cual, creo que la maldición de las pioneras nunca ha sido tan evidente, tan desoladora y frustrante como ahora mismo. Todos los
días leemos noticias inverosímiles que resultan ser asombrosamente ciertas. No es sólo la irrupción de Vox. Es el tirón que ese partido político, orgulloso de practicar un machismo
ultramontano y cavernario, ejerce sobre otros que parecen dispuestos a cualquier cosa con tal de recuperar los votantes que Vox les arrebató.
En esta situación, sólo existe una respuesta posible. Tiene nombre, tiene fecha, representa un compromiso ineludible. Aunque caiga en domingo, aunque no hagamos huelga,
el 8 de marzo las mujeres españolas, pioneras siempre y ahora más que nunca, tenemos que volver a hacer Historia.
© El País Semanal
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