Por James Neilson |
Son muchos los gobiernos que quisieran saber la respuesta a este interrogante clave.
Algunos, como el del presidente norteamericano Donald Trump, procuraron minimizar la gravedad de
los riesgos, como si sólo fuera cuestión de noticias falsas, pero después cambiaron de actitud al darse cuenta de que sus propios simpatizantes se sentían tan preocupados por lo que sucedía
como los demás, mientras que otros gobiernos, encabezados por el chino y el italiano, no vacilaron en tomar medidas apropiadas para países en guerra.
Aunque el consenso actual es que en todas partes es necesario prepararse para un aumento sustancial del número de pacientes que tendrán que ser hospitalizados, no hay ninguno
sobre las dimensiones que podría adquirir la epidemia o sobre su significado real. Entre los más pesimistas está la canciller alemana Angela Merkel; advierte que hasta el 70 por ciento de sus compatriotas
terminarán infectados. Otros, como Xi Jinping, el presidente del país de origen de lo que resultaría ser una pandemia planetaria, dicen que gracias a sus esfuerzos lo peor ya pasó.
Por ser cuestión de un virus que hace muy poco saltó del reino animal al humano, nadie sabe si es tan terrible como algunos, basándose en las estadísticas
inicialmente difundidas por el gobierno chino y la Organización Mundial de la Salud, parecen creer. Aún es imposible calcular la tasa de mortalidad porque, para hacerlo, tendríamos que saber con precisión
cuántas personas se han visto contagiadas, lo que no será nada fácil.
Puesto que suelen pasar varios días antes de que los infectados tomen nota de la presencia de algo raro, que son necesarios aparatos muy especiales -que escasean hasta en países
tan tecnológicamente avanzados como Estados Unidos- para distinguirlo de otros virus similares y que en muchos, tal vez muchísimos casos, la enfermedad que sufren las víctimas no les parece peor que un
resfrío molesto que sólo requiere automedicación, es más que probable que se haya subestimado groseramente el número de afectados.
Lo que sí se sabe es que el mal resultante se ensaña con varones ancianos ya enfermos sin perjudicar demasiado a los jóvenes sanos. Es como si el virus librara una
guerra del cerdo contra los viejos que, en muchos lugares, se han visto condenados al arresto domiciliario o, para usar el eufemismo elegido por el gobierno del presidente Alberto Fernández, al “aislamiento social
voluntario”. De todos modos, aunque las muertes atribuidas al coronavirus se cuentan por miles, muchísimos más fallecen a causa de la influenza estacional sin que a nadie se le haya ocurrido combatirla
poniendo en cuarentena a ciudades y provincias enteras.
Es legítimo, pues, considerar un tanto exagerado el pánico que se ha desatado. ¿A qué se debe? Acaso a que nos ha tocado vivir en una época en que abundan
los resueltos a advertirnos que el fin del mundo que conocemos es inminente.
Hace algunos meses, las plazas de centenares de ciudades se llenaron de chicos angustiados que, liderados por la adolescente sueca Greta Thunberg que se ha hecho mundialmente famosa
por su papel en la campaña contra el calentamiento global, acusaban a los mayores de incinerar el planeta y de tal modo privarlos de un futuro. El miedo a que Trump o los ayatolás iraníes pronto desencadenaran
una “tercera guerra mundial” acompañada por cataclismos nucleares dista de haberse esfumado. Los activistas académicos que manipulan “el reloj del juicio final” dicen que el género
humano se encuentra a cien segundos de la medianoche, una profecía lúgubre que, desde luego, fue ampliamente publicitada por los medios internacionales. Y, antes de producirse las convulsiones bursátiles
más recientes, no faltaban economistas sesudos que preveían una nueva gran recesión global que, según ellos, sería provocada por el endeudamiento excesivo de países, empresas e individuos.
Sea como fuere, aun cuando se restaure cierta “normalidad” en las semanas próximas, no cabe duda de que los esfuerzos con toda probabilidad inútiles por impedir
la difusión del coronavirus, combinados con la disputa petrolera entre Arabia Saudita y Rusia que, para sorpresa de casi todos, hizo desplomarse el precio del crudo, han modificado de manera nada grata el panorama que
enfrenta el Gobierno. Hasta nuevo aviso, a Martín Guzmán le será aún más difícil de lo que había supuesto alcanzar un acuerdo satisfactorio con los bonistas extranjeros, exportar
será todavía más complicado de lo que ya era y por lo tanto entrará menos plata al país. Asimismo, el Gobierno, presionado por la Organización Mundial de Salud y, quizá, por
la opinión pública, podría sentirse obligado a tomar medidas cada vez más costosas a fin de frenar la propagación de virus aun cuando hacerlo agravara todavía más el estado
crítico de la comatosa economía nacional.
Como sus homólogos en otras partes del mundo, el ministro de Salud Ginés González García ha modificado su escepticismo inicial acerca de la capacidad para
causar estragos del virus, ya que a su juicio era prioritario luchar contra el dengue, pero es claramente reacio a ir al otro extremo. Con todo, si bien el coronavirus llegó a la Argentina semanas después de
asentarse en Asia y Europa, lo que dio al Gobierno tiempo en que pensar en lo que podría suceder aquí, ha preferido reaccionar con calma con la esperanza de que los casos “importados” no desaten una
epidemia difícilmente manejable.
Por cierto, el ejemplo brindado por Italia no alienta el optimismo. Ya antes de convertirse en el país europeo más castigado por el Covid-19, Italia experimentaba serios
problemas financieros que mantenía en ascuas a las autoridades de la Unión Europea que temen que un eventual -algunos dirían previsible- colapso bancario los obligue a organizar un rescate sin precedentes
al que sus socios solventes, como Alemania, no querrían aportar. Es que los intentos de combatir el virus poniendo en cuarentena primero al norte relativamente próspero y, días más tarde, al resto
del país, amenazan con detonar una hecatombe económica que tendría consecuencias fatídicas no sólo para Italia sino también para los otros integrantes de la ya atribulada Eurozona.
Tanto en Italia como en el resto del mundo, es fuerte la tentación de politizar la epidemia. Según las circunstancias, quienes están en oposición acusan al
gobierno local ya de sobrerreaccionar, ya de no hacer lo suficiente. En Estados Unidos, los demócratas se han puesto a comparar la reacción de Trump frente al virus con la de George W. Bush ante el huracán
Katrina que en agosto de 2005 devastó la ciudad de Nueva Orleans, mientras que los defensores del presidente dicen que sus enemigos políticos actúan como hinchas del coronavirus y quieren que mueran millones
de norteamericanos por suponer que los ayudaría a derrotarlo en las elecciones de noviembre.
Por ahora, los golpes asestados a la Argentina por el Covid-19 han sido casi exclusivamente económicos. El nerviosismo en los mercados siempre estimula una “huida hacia
la calidad”, lo que es una pésima noticia para el país, sobre todo en un momento en que el Gobierno quiere convencer a los ricos del mundo de que ha dejado de ser un defaulteador serial. Lo que es peor
aún es que por un rato, que podría ser largo, en el resto del mundo habrá menos interés en comprar los productos del campo y mucho menos turismo que el previsto.
En cuanto a la caída abrupta del precio del crudo, ha sido tan violenta que hasta que se haya recuperado su nivel anterior no será viable Vaca Muerta, el inmenso depósito
de esquistos bituminosos que desde hace años figura en el imaginario político como el as en la manga del país que lo ayudará a salir de la recesión sin que ningún gobierno se vea constreñido
a llevar a cabo aquellas odiosas reformas estructurales de que hablan los “neoliberales”.
Nadie sabe cuánto tiempo durará la crisis multifacética desatada por la irrupción del coronavirus. Aún hay optimistas que creen que sólo es
cuestión de una psicosis colectiva, de alcance planetario, que pronto pasará; subrayan que hay indicios de que en China ya está reduciéndose drásticamente día tras día el número
de infectados nuevos y que el presidente Xi se ha animado a visitar la ciudad de Wuhan en que todo comenzó. Suponen que lo mismo estará por suceder en otras partes del mundo. Sin embargo, por ahora predominan
los que, impresionados por el impacto muy fuerte que ha tenido, prevén que en adelante todos los agentes económicos, desde el consumidor raso hasta instituciones como el Fondo Monetario Internacional, sean mucho
más cautos que antes. En tal caso, los años venideros podrían verse signados por el estancamiento de economías antes dinámicas, comenzando con la de China que ya había manifestado
síntomas preocupantes de ralentización después de décadas de crecimiento frenético, y el hundimiento de otras que, como la mayoría de las víctimas del virus, tienen el sistema
inmunológico tan deteriorado que no están en condiciones de soportar más presiones.
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