Por Javier Marías |
Por un lado está
la calidad, excelente según los mencionados y pésima según los detractores. Como no la he leído ni pienso, nada puedo opinar al respecto. Lo preocupante es que, por otro lado, las invectivas ponen
el acento en lo siguiente: la autora, Jeanine Cummins, es blanca, se crió en Maryland y es vecina de Nueva York, y su American Dirt relata las vicisitudes de una madre y su hijo mexicanos que, perseguidos por narcos, se ven obligados a cruzar la frontera norte para salvar el pellejo, con los padecimientos imaginables. La escritora Myriam Gurba ha
dictaminado: “Es un libro Frankenstein, un espectáculo torpe y distorsionado, y mientras algunos críticos blancos lo comparan con Steinbeck,
creo que es más apropiado hacerlo con Vanilla Ice”. He leído a Steinbeck, pero no tenía noticia de ese otro escritor llamado Helado de Vainilla, así que de nuevo me abstengo.
La acusación más grave es la de “apropiación cultural”, esa enorme majadería contemporánea que sin embargo (bueno, como todas) se abre camino a empellones. La prueba de ello, y lo más alarmante,
es que ya hay novelistas y artistas que “interiorizan” los argumentos de quienes en realidad sólo quieren impedirles la creación libre. La propia Cummins, tras la controversia, ha declarado: “Durante
cinco años me resistí a escribir esta historia, porque no soy migrante, no soy mexicana y no sabía si tenía derecho a escribirla” (la cursiva es mía). Estoy tentado de decir que se merece los rapapolvos, por pusilánime. ¿Desde cuándo un escritor se pregunta
si tiene “derecho” a ejercer la imaginación por causas como las enumeradas por Cummins, exactamente las mismas que han desatado las iras de autores y periodistas de origen latinoamericano afincados en los
Estados Unidos? Algunos han añadido un reparo tan incomprobable como peregrino: “Esa historia la habría contado mejor un latino que conociera la experiencia”. Puede ser, depende, pero quien la escribió
fue la blanca de Maryland, y no me atrevo a decir “a quien se le ocurrió”, porque la sinopsis suena idéntica a la de centenares de novelas, películas y series.
¿Desde cuándo se exige que un trabajo de ficción esté hecho sólo por quienes coinciden, en su biografía,
con los personajes y la peripecia narrada? Es obvio que desde hace poco, pero la imposición, si se extiende, puede acabar con la literatura imaginativa. Lo cual, por cierto, ya se va intentando continuamente, como si
por fin fuera a obedecerse a Platón en su propuesta de expulsar a los poetas. De llevar esta nociva bobada de la “apropiación” al extremo, ni Tolstoy ni Flaubert ni Clarín deberían haber
osado escribir Anna Karenina, Madame Bovary y La Regenta, porque ninguno fue mujer. Ni Janet Lewis sus magníficos tres Casos de pruebas circunstanciales, situados en la Europa del pasado por una nativa de Chicago. Shakespeare se entrometió en Verona con Romeo y Julieta, en Dinamarca con Hamlet, y no vivió la época de su Julio César. Emilio Salgari, que sí era de Verona y deleitó a generaciones de adolescentes con sus 85 novelas, sólo hizo en su vida una travesía marítima por el Adriático. ¿Cómo
se atrevió con Los piratas de la Malasia, Los tigres de Mompracem, El corsario negro, Los pescadores de ballenas, etc, el muy ladrón e impío? Castigo también para Agatha Christie, que se inventó a Poirot
sin ser belga ni varón, como su protagonista. Es todo tan ridículo que da vergüenza tener que hacerle frente.
Pero me temo que el episodio es uno más de la cruzada contra la imaginación puesta en marcha, que lo es sobre todo contra la libertad de los
creadores. Desde hace años la crítica elogia sin sonrojo la “autoficción”, las historias “verdaderas”, los textos confesionales dedicados a relatar los abusos y penalidades que por lo visto ha sufrido el 70% de los
actuales autores. Todo ello en detrimento de las obras de ficción, que empiezan a considerarse frívolas. “¿Qué me está contando”, parecen reprocharles, “si usted no ha vivido
esto, si no es negro ni árabe, si no es mujer o no es varón, si no es transexual ni lesbiana?” Como si sólo cada raza, sexo o nacional estuvieran autorizados a retratarse. Es la condena de la imaginación,
de la ficción, es el viejo impulso represor y reaccionario de controlar y limitar a los artistas, o directamente de prohibirlos. Sólo el disfraz es nuevo. Ya puede ir entonando el mea culpa Pérez-Reverte, aquí y ahora, que se sacó de la manga a Alatriste sin haber vivido en el XVII ni haber combatido en Flandes. Y con él cuantos
sueltan novelones de vikingos, visigodos, romanos y variadas reinas medievales. ¿Acaso no se están “apropiando” de territorios ajenos, y, lo que es peor, del pasado entero?
© El País Semanal
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