Por Arturo Pérez-Reverte |
La ciudad no me gustaba demasiado, y aún tardaría muchos años y viajes en cogerle el punto. Solía acostarme temprano, pero aquella noche volví tarde de cenar: Howard Morhaim,
mi agente literario norteamericano –que sigue siéndolo–, me había llevado a un restaurante japonés y luego habíamos estado bebiendo y fumando por los bares de Manhattan –yo todavía
fumaba entonces, sobre todo cuando en un aeropuerto encontraba Players sin filtro– mientras Howard hablaba de su divorcio, de su hija a la que adoraba, y de que sólo era capaz de enamorarse de mujeres que lo hacían
sufrir.
Era cerca de la una de la madrugada. Estaba en mangas de camisa, a punto de tomar una ducha antes de meterme en la cama, cuando oí llanto en el pasillo. Era largo y quejumbroso,
con hondos hipidos. No parecía dolor, sino tristeza. Alguien tiene problemas, pensé. O motivos para estar desolado. El llanto no cesaba, y me pareció que era una mujer. Al cabo de un rato, como seguía
oyéndolo, me asomé al pasillo. Nueva York no es lugar para que un español busque problemas, recuerdo que pensé. Pero tampoco podía quedarme como si tal cosa.
Había una joven sentada en el suelo, apoyada la espalda en la pared. Era rubia, muy anglosajona de aspecto. Recuerdo su ropa como si la hubiera visto ayer: jersey gris de
cuello holgado y falda negra, arrugada, que le cubría hasta la mitad de los muslos. Tenía las piernas extendidas sobre la moqueta y los pies desnudos. El rostro estaba cubierto de lágrimas; y los ojos,
rojos como dos tomates, hinchados de llorar. No era guapa ni fea; aunque, con ese aspecto, aunque hubiera sido guapa no se le habría notado. No salía nadie a mirar ni a buscarla: estábamos solos en el
pasillo. Me miró desde abajo entre hipidos, como ausente, mientras yo le preguntaba en mi atroz inglés –siempre lo hablé casi como los indios de las películas de John Ford– si tenía
algún problema serio y si podía ayudarla en algo. Se me quedó mirando sin responder mientras sollozaba a intervalos, y al cabo de un minuto de estar así, ella llorando y yo de pie sin saber qué
hacer ni decir, decidí sentarme a su lado. No sé por qué, pero fue lo que hice, quizá porque con el llanto y los pies descalzos parecía vulnerable y muy sola. El caso es que me senté
junto a ella, manteniendo una distancia adecuada para que no hubiese malas interpretaciones. Y me quedé allí sin despegar los labios mientras la joven seguía llorando. Esto valdría para comienzo
de una novela, pensé. Tal vez algún día lo escriba. Pero yo sabía de sobra que la vida no es una novela.
No sé cuánto tiempo estuvimos sentados y quietos. Cinco o diez minutos. De pronto alargó una mano y cogió la mía; o más que cogerla, lo
que hizo fue aferrarse a ella como si estuviera a punto de caer por un precipicio, una ventana o algo parecido. Agarró mi mano y se mantuvo así un buen rato, sin mirarme, mientras los sollozos que la hacían
temblar se calmaban despacio. Ninguno dijo una palabra. Yo, porque estaba acojonado con la situación. Ella, seguramente, porque en realidad no había nada que decir. Al fin se volvió hacia mí. Lo
hizo unos pocos segundos, sin que su rostro mojado de lágrimas cambiase de expresión. Después hizo un ademán inconcluso, cual si se llevara mi mano a los labios para besarla, pero lo detuvo a medio
camino. Liberó mi mano, se puso en pie, dobló la esquina del pasillo y desapareció de mi vista. Y yo volví a mi habitación, fumé un cigarrillo apoyado en la ventana, me di la ducha
y me fui a dormir.
La vi bajar al desayuno a la mañana siguiente. La acompañaba un fulano flaco de pómulos hundidos y cara sin afeitar. Pasaron por mi lado camino de su mesa, y
vi cómo la mirada de la joven se fijaba un instante en mí y luego resbalaba desde mi rostro al vacío, como si no me hubiera visto nunca. Quizá, concluí, porque realmente no me había
visto nunca. Luego, ya sentados, él se inclinó a decirle algo y ella sonrió sin hacerle mucho caso, pensativa, mirando su taza de café. Las mujeres son animales extraños, pensé. Y
observé de nuevo al fulano: realmente no tenía ni media hostia. Por un momento sentí deseos de ponerme en pie, ir hasta él y romperle una botella en la cabeza. Pero no lo hice, claro. Estaba en
Nueva York y aquélla no era mi guerra. O tal vez sí lo era.
© XLSemanal
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