Por Juan Manuel De Prada |
También se me revuelven las tripas (y me sacuden las náuseas) cuando escucho a nuestros gobernantes lacayos apelar constantemente a la «unidad» de los españoles,
que según su retórica huera logrará resistir los embates del virus. Pero estos politicastros llevan toda la vida alimentando nuestras disensiones, cebando nuestras rencillas, azuzando una demogresca constante
que los ha hecho fuertes, a costa de tornarnos a nosotros cada vez más débiles e impotentes, más enviscados en la anatemización del prójimo. Que unos tipejos que han hecho de las disensiones
y la división social el cimiento de su hegemonía invoquen ahora la «unidad» causa, en verdad, repeluzno; un repeluzno al menos tan acongojante como aquel que nos hizo temblar cuando en mitad de la
crisis económica última (o penúltima, puesto que ya estamos hundidos en otra, acaso mucho más atroz) se inventaron un eslogan repulsivo que rezaba así: «Esto lo arreglamos entre todos».
Que, traducido al román paladino, significaba: «Esta crisis, que hemos causado nosotros, la vais a pagar vosotros, pringados. Y encima luego nos vais a seguir votando con entusiasmo, porque os encanta que os den
cañita brava».
Y, ahora, ¿de qué «unidad» hablan estos miserables? Durante décadas se han preocupado de modelar una disociedad de gentes ensimismadas en el disfrute de
sus ‘derechos’ (caprichos egoístas y a menudo aberrantes santificados mediante leyes inicuas), incapacitadas para el sacrificio y la renuncia, envenenadas de un emotivismo chorras al que le basta echar la
lagrimilla en cuanto escucha una musiquita pegadiza o se le exhorta a retuitear cualquier mamonada sensiblera. A esta disociedad decrépita y narcisista se le solicita ahora que salga a los balcones, para aplaudir retóricamente
a los sanitarios a los que ni siquiera se provee de ropas adecuadas para evitar el contagio, o a berrear gregariamente una tonadilla del Dúo Dinámico. Y la disociedad decrépita y narcisista sale a los
balcones, encantadísima de que su egoísmo salga tan barato; sospechando tal vez que estos aspavientos ternuristas no son sino experimentos sociológicos con los que los amos del cotarro calibran nuestro
grado de mansedumbre, como se calibra la mansedumbre de una cobaya sometiéndola a mil enojosas pejigueras. A fin de cuentas, a nosotros sólo nos someten a unas pocas: la hipocresía de los aplausitos, la
matraca de la cancioncita dinámica, el heroísmo democrático de lavarnos las manos y la pelmada de quedarnos en casa. Pero los duelos con porno son menos.
Y, en cualquier caso, quedarse en casa es mucho menos sufrido y expuesto que salir a la calle cada día a ganarse el pan y recolectar virus. La única ‘unión’
social verdadera ante una plaga de estas características hubiese exigido, primeramente, aislar de su influjo a nuestros ancianos y enfermos y, en general, a la población más vulnerable; y, a continuación,
obligar a toda la población sana a seguir activa (y no desde su casa, sino desde sus respectivas empresas). De este modo se hubiese generado una auténtica solidaridad nacional, una unión indestructible
entre quienes desempeñan oficios manuales y profesiones liberales, entre agricultores y funcionarios, entre currantes de la economía real y ejecutivos de la economía financiera, que así se habrían
intercambiado solidariamente virus y anticuerpos y habrían aprendido a remar en el mismo barco. Lo que se ha hecho, por el contrario, sólo servirá para abrir una brecha insalvable entre los unos (damnificados)
y los otros (beneficiarios o siquiera indemnes), que no hará sino generar más rencillas y resentimientos, más odios supurantes que algún día acabarán estallando. Pero tal vez para
entonces la chusma de famosetes y la patulea de gobernantes ineptos ya se haya puesto a salvo, en algún paraíso fiscal o búnker blindado contra virus y virulencias; y, como suele ocurrir en todos los crepúsculos
de la Historia, también entonces pagarán justos por pecadores.
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